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La agenda periodística suele estar atrapada por todo aquello que los seres humanos hacemos mal. O por las tragedias, sean estas provocadas o accidentales. Hasta que, de pronto, aparecen estas noticias positivas, en virtud de las cuales sopla ese aire de bondad, de bien, de amor, que se vuelve algo así como una bocanada de oxígeno que permite volver a respirar.

No es casualidad que dos grandes diarios de Argentina, La Nación y Clarín, hayan prestado atención a un joven argentino, de 38 años, llamado Diego Bustamante. Su vida y su obra, enraizadas en tierras entrerrianas, dan sustento a la esperanza en tiempos de tanta desesperación.

En julio de 2021, La Nación le dedicó una nota en cuyo título resumía: “dejó Recoleta, se mudó a Gualeguay y adoptó a siete hermanos que le cambiaron la vida”. Y enseguida agregaba: “En 2015 se instaló en el norte de Salta y fundó la Asociación Civil Pata Pila para ayudar a las comunidades originarias; hoy divide su tiempo entre su nueva familia y el trabajo social”.

En las últimas horas, Clarín también habló de él. “Diego Bustamante fue estudiante de Agronomía. Quiso ser actor, trabajó de eso en México durante un tiempo, pero volvió a la Argentina con crisis vocacional. Entonces, ni se imaginaba que unos años después sería el fundador de una ONG por los derechos humanos en las zonas más inhóspitas de Salta, Mendoza, Buenos Aires y Entre Ríos”. “Desde sus comienzos –cuenta Clarín-, la misión primordial de esta organización, Pata Pila, fue combatir la desnutrición infantil en comunidades wichis y guaraníes en condiciones extremas de pobreza, sin acceso al agua potable ni a la vivienda digna. Tarea nada fácil”.

Ocurrió que la Iglesia y la misión le abrieron otro panorama: “Con los frailes franciscanos empecé a tener un poco más de actividad misionera y descubrí sobre todo el modo de encontrarme con Jesús en el otro, a través de la mirada de san Francisco de Asís”, explicó Bustamante en diálogo con Valores Religiosos. Sin embargo, aclaró que Pata Pila no realiza un trabajo de tipo “pastoral” en territorio. De hecho, la mayoría de las comunidades son evangélicas.

No obstante, el carisma franciscano está presente en distintas actitudes que tienen sus voluntarios como la humildad, la sencillez, la entrega de la vida, el respeto de las diferencias, la escucha atenta y la apertura al diálogo, la disposición a ocuparse del otro de manera amorosa y el ponerse al servicio de los demás sin juzgar.

“Ese es el tinte que tiene la fundación –afirmó Bustamante-, el disfrutar del encuentro con las personas sin adoptar en ningún momento la actitud de ‘salvadores de los demás’. Es más, creo que todos vamos transformándonos en la medida en que vamos compartiendo la vida, el tiempo, resolviendo los problemas y animándonos a abrirnos. Eso es lo que genera la confianza, que tiene mucho que ver con los valores de la organización aprendidos de Jesús y de San Francisco de Asís”.

Desde el 2015, Pata Pila cuenta con centros en donde se implementan programas de seguimiento intensivo para proteger la primera infancia, brinda talleres en oficios que empoderan a las mujeres y propone espacios de reflexión para fortalecer la inserción social de las familias, pero el foco principal es la desnutrición infantil.

“Hacemos relevamientos de las necesidades de los habitantes de la zona y, cuando encontramos niños que están en esa situación, convocamos a las familias para que vengan al centro, sobre todo a las mamás, o vamos a visitarlas. Entonces, detectamos cuáles son las problemáticas en torno al niño desnutrido, porque la desnutrición no es propia del niño sino que tiene que ver con la falta de acceso a alimentos o al agua potable, a que la madre no tiene ningún ingreso, está sola o en situación de violencia”.

A las madres también Pata Pila les ofrece talleres de formación en oficios como la costura, el tejido, la panadería, la repostería y la peluquería: “Hemos organizado varios para que las mujeres de las comunidades elijan cuál quieren hacer y así salgan con herramientas; la intención es que puedan acceder a algún crédito y comprarse lo necesario para empezar un pequeño emprendimiento, empoderarse y tener un espacio para ellas. Los hombres también están invitados a participar de estos programas, pero lo que queremos sobre todo es fortalecer las herramientas de las mujeres”.

A medida que se entra más en confianza y que las familias permiten que se las aconseje, también se conversa sobre la administración de la economía familiar. Bustamante reveló que es muy común en estas comunidades que se realicen grandes festejos, especialmente para el primer año del niño o para la fiesta de 15 de las hijas. Entonces, aprender manualidades, a cocinar y a remendar la ropa también les permite obtener un poco más de dinero y ganar en autonomía.

Esta no es la única diferencia cultural que percibe entre las comunidades y el equipo de voluntarios: “Muchas veces cuesta llegar a las personas porque tienen otra manera de entender la vida, lo cotidiano y el paso del tiempo. No están ‘seteados’ con el anhelo de estar todo el tiempo haciendo algo productivo. Tampoco tienen las aspiraciones puestas en cambiar su rutina, ni en aspectos económicos o en el poder”.

El director de Pata Pila reflexionó acerca de la existencia de una barrera cultural que algunas comunidades levantaron por su relegamiento territorial, presionadas por la política y menospreciadas por otra parte de la sociedad: “Desde la colonización, hubo mucho desprecio por sus prácticas, su cultura, una imposición que hizo que pensaran que te querés aprovechar de ellos”.

A su vez, está el problema de la barrera idiomática: “No la traducción de las palabras, sino de los conceptos. Ellos tienen otro entendimiento de las cosas, de la tierra; la naturaleza y la familia tienen otro significado… Hay mucho para entender, por eso es muy importante el modo de hablarles, elegir las palabras y hacerlo con respeto”, concluyó.

Esta forma de escucha está presente en el nombre de la fundación. Contrariamente a lo que los argentinos de Tucumán para abajo podemos suponer, la expresión “pata pila” hace referencia a los niños descalzos. Haberle asignado este nombre a la fundación tiene un profundo sentido para Bustamante:

“Es descalzarse de las prácticas, de lo que uno espera, de cómo encaramos la vida, para recrear una oportunidad atada a la realidad local, a la cultura y a las creencias en la cosmovisión de cada comunidad. Pero también, significa descalzarse frente a la historia del otro para entrar con respeto, con cuidado, elegir qué palabras usar, cómo escuchar y pedir siempre permiso para opinar y para recomendar”.

Actualmente la fundación está presente en 66 comunidades y se sostiene gracias a las donaciones de empresas solidarias y de una comunidad de voluntarios que realizan aportes únicos o mensuales en www.patapila.org a partir de 690 pesos (importe equivalente al tratamiento nutricional de un niño).

Durante la pandemia, la ONG fue fuertemente golpeada: cerraron los centros y muchos voluntarios volvieron a sus casas: “Pero nosotros acompañamos a grupos muy vulnerables; no nos podíamos ir del todo, así que fuimos encontrando la manera de convocar, de acercarnos a los domicilios. Con distancia, mamelucos, máscaras, barbijos y alcohol nos arrimamos de a poco. Y mantuvimos contacto con los hospitales de cada localidad, seguimos atentos a las necesidades de las familias. Fue muy complejo y muy difícil”.

En medio del gran desafío que supone este tiempo, Diego Bustamante tiene la mirada puesta en Jesús: “Mi parte solidaria y humana se desarrolló desde la fe. Es lo que me da la fuerza para sostenerme y seguir. Siento que todo este proyecto no se sostiene por mi voluntad ni por mi capricho; se sostiene por Dios, que abre puertas y está siempre presente en el camino de Pata Pila. Eso lo tengo muy claro”.
La adopción de los 7 hermanos
En el camino de su labor solidaria, conoció a un grupo de hermanos que se encontraban en situación de vulnerabilidad y comenzó una relación. “Movido por el deseo de los chicos de vivir conmigo, un juez me nombró su tutor legal y desde diciembre de 2018 estamos todos juntos en Gualeguay. Decidí mudarnos ahí para estar más cerca de Buenos Aires, ya que quería que los chicos también disfrutaran a sus abuelos y tíos que viven allí”, cuenta Diego.

Primero Diego albergó a todos los varones: Willy (20), Pato (18), Mario (16), Maxi (15), Juan (11) y Ariel (9) Gerez. Juanita (13), la única mujer, prefirió quedarse en el hogar donde estaba hasta terminar la primaria y en agosto del año pasado se reunió con ellos.

“Estamos felices de tenerla acá. Fue ella la que tomó la decisión de venir con sus hermanos y conmigo, que somos su familia. Fue un momento muy fuerte, porque en plena pandemia era difícil ir de una provincia a otra. La tuvieron que llevar al límite de Santa Fe con Santiago del Estero y yo la esperé del otro lado. Fue súper emocionante verla cruzar sola el control policial. Hoy está feliz cursando el secundario. Antes de la cuarentena había empezado a practicar fútbol, como varios de sus hermanos. Está grande y cada vez más madura. Nos aportó una alegría enorme a todos y a mí personalmente porque la siento muy cerca, compinche y compañera”, explica Diego sobre cómo se sumó Juanita.
Fuente: Clarín y La Nación

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