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Nuestra sociedad –mirándola con la debida perspectiva- aparece como un verdadero mosaico de estructuras sociales “duales”, que por sus dimensiones y sus caracteres extremos dan cuenta de una ominosa realidad. No se trata de pasar por alto el hecho que ninguna sociedad es totalmente homogénea, y que por lo mismo que es así los componentes heterogéneos que ellas incluyen, aunque sean notorios y variados, no alcanzan para desvirtuar la caracterización de ellas como “sociedades integradas”.

A la vez la gravedad que tiene aquella situación, es que hubo un momento en que se realizó en nuestro territorio un experimento de ingeniería social extraordinariamente exitoso, cual fue el de avanzar hacia una sociedad integrada; partiendo de un estado de cosas en el que se hacían presentes las estructuras sociales que se fueron constituyendo a partir de la conquista y la colonización por parte de España, lo que dio origen a lo que podíamos calificar como la “argentina criolla”; junto a los elementos propios de una “sociedad trasplantada”, como consecuencia de la avalancha de inmigrantes llegados al país en las últimas décadas del siglo XIX.

Es que la sociedad establecida –la que denominamos criolla- mostró una gran capacidad a la hora de deglutir una masa de migrantes europeos de similares pero no necesariamente iguales idiomas y de otros rasgos culturales, logrando una notable imbricación que, más que una asimilación, constituyó una verdadera prueba de “mestizaje cultural” en un lapso no mucho mayor al de una generación. A ese respecto, como detalle sintomático, debe tenerse en cuenta que en la ciudad de Buenos Aires llegó a darse un momento en que su población estuvo constituida preponderantemente por extranjeros.

Se trató de un proceso que tuvo un costo no despreciable, y que debe ser remarcado; tanto para los que ya estaban como para quienes llegaban, pero en el que jugó un papel decisivo la escuela pública laica, universal y gratuita. Es gracias precisamente a ella que se hizo posible que “nacidos y criados” llegaran a compartir con los migrantes, la lengua y un número importante de valores. Un proceso que tuvo su culminación –en algunos aspectos, ambigua- con el acceso de Perón al poder.

De allí en más, hemos ido recorriendo – cierto es que a velocidades diferentes en la secuencia de etapas vividas- lo que cabe considerar un camino inverso, que afortunadamente no es todavía demasiado tarde para torcer, rectificándolo de una manera positiva.

Ya que existen momentos en que, más de uno de nosotros ganado por un exagerado aunque explicable temor, lleva a que vea en “la camiseta azul y blanca” de nuestro seleccionado nacional, el factor unificador, en cuanto integrador, principalísimo. De allí también es que no siempre se le ha dado el reconocimiento y el valor que le corresponde al discurso de Alfonsín en la campaña que lo llevó a la presidencia, en el que al cumplir con un ritual laico, la declamación del Preámbulo de la Constitución en cada acto que participaba, vino de una manera implícita a señalarnos hasta qué punto en los valores e instituciones de la República debíamos ver los factores esenciales de una integración más sustantiva y auténtica.

Y a esas dualidades sociales que mencionábamos al principio, cabría englobarlas en una expresión familiar como lo es la de “informalidad”.

Es que la aplicación de esta expresión, informalidad, no cabe limitarla a la forma de hacer referencia al “trabajo en negro” en relación de dependencia, ya que la misma aparece como adecuada para referirse a una infinidad de situaciones que se han tornado habituales en grado creciente entre nosotros. Y es aquí donde se hace presente otra expresión equivalente que ha ido ganando presencia en escritos y conversaciones, cual es la de la “naturalidad”, con la que se alude al hecho que se hayan vuelto normales, es decir que se han “naturalizado”, estructuras de convivencia -o mejor dicho, contrarias a ella- y comportamientos que son su consecuencia, que transgreden reglas vigentes en cualquier sociedad civilizada.

Un fenómeno que si bien se hace presente aun en las sociedades más ordenadas, no tiene en ellas la extensión y la generalización que el mismo ha alcanzado entre nosotros. Dirección en la que ahora transitamos, que no puede considerarse como similar a la que se vive en las denominadas “sociedades bloqueadas” en las que la férrea pulseada entre grupos sociales de fuerzas equivalentes hace que ellas “se empantanen”. Porque al hablarse de bloqueo y de empantanamiento, se está hablando de estancamiento, ya que no se trata de que permanezcamos en el mismo lugar mientras otras sociedades avanzan y nos dejan de ese modo atrás, sino que lo verdaderamente grave es que en lugar de eso estamos desandado el camino hacia atrás.

A la vez, existe una circunstancia remarcable que dificulta la posibilidad de que nos volvamos conscientes de la gravedad del camino hacia una “informalidad” creciente, que parece desbordarse a lo largo del tiempo y de esa manera puede llegar primero a inundar, para luego sumergir y terminar por borrar los valores, estructuras y comportamientos con las que fuimos enriqueciéndonos a lo largo del mencionado y anterior proceso de integración, ahora más que truncado. Y de esa manera, las mutaciones que se dan en ese proceso regresivo se han venido desplegando lentamente en el tiempo histórico, de manera que solo su rostro quedaría develado, de no reaccionar antes, como es nuestra expectativa. De lo contrario, ese proceso de desintegración culminaría, ya cuando las mutaciones a que nos hemos referido adquieran un ritmo más acelerado y hasta desbocado.

Quiere ello decir que, de persistir en la actual trayectoria vamos a desembocar en lo que lo que cabría designar con una palabra que nos resistimos a utilizar, y que, despojada de sus connotaciones prostibularias se utilizaba en Brasil, en los inicios del proceso colonizador, para aludir a “los campamentos de esclavos prófugos”. Aludiendo a esa mezcla de anarquía y de orden caprichoso y volátil que se daba en la convivencia establecida entre ese grupo de personas.

Es así como no puede dejar de advertirse que además de ir disminuyendo el tamaño de nuestra población que cuenta con un “trabajo formal”, a ello se suman otras señales de un avance en la dirección antedicha. Nos encontramos así con la “precarización del derecho de propiedad” como consecuencia de una incesante corriente de ocupaciones de viviendas, y sobre todos de terrenos, por parte de quienes no cuentan con la autorización de sus propietarios para hacerlo.

A lo que se agrega el crecimiento del comercio informal, el que ha convertido lo que otrora eran “vendedores ambulantes” en invasores consolidados en los espacios públicos, de los que son un ejemplo los denominados “manteros”. Sin olvidar la emergencia y proliferación de “centros de venta” que si bien están ya “naturalizados” se mueven –para decirlo de la manera más benévola posible- haciendo equilibrios en la delgada raya que separa lo que es legal y que no lo es, y hemos institucionalizado como es el caso de “la Salada”, la que ya cuenta con una prole de “saladitas”. Podría proseguirse con una larga enumeración de situaciones del mismo carácter, pero de cualquier manera estimamos que con lo relatado queda suficientemente fundamentada nuestra preocupación.
Fuente: El Entre Ríos (edición impresa)

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