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En los tiempos que corren, si quizás no sea del todo cierto que tratamos de olvidarnos de los muertos, lo es al menos que con frecuencia busquemos desembarazarnos de sus cuerpos hasta el punto de volverlos inexistentes. Y como a la vez los actuales son tiempos de una velocidad frenéticamente descontrolada, esa circunstancia también se traduce en nuestra búsqueda de acelerar el proceso al que se refiere la bíblica verdad de que si en un principios fuimos polvo, volveremos a serlo al final.

Con lo que queda dicho no hacemos otra cosa que constatar hechos en apariencia truculentos, pero de ninguna manera enunciar un juicio de valor, ya que no existe una sola manera de tratar a los muertos, siempre claro está que los respete. Lo que significa, a la vez, recuerdo y tratamiento adecuado de sus cuerpos ya exámines.

Algo que ha sido así desde la noche de los tiempos, y que hace posible atisbar, al menos el germen de lo que a lo largo de un recorrido sin cuento, permitió que alumbrara la comprensión de la dignidad de la persona humana. Una verdad no siempre universalmente reconocida, ni un reconocimiento que se lo conciba con la intensa convicción que corresponde.

A la vez –y nos hemos ocupado esporádica pero también recurrentemente del tema- hemos expresado nuestra condena ante la exhibición pública de osamentas humanas insepultas, como las que se podían en un momento observar –no sabemos si actualmente sigue sucediendo- con los esqueletos barnizados, sí barnizados, de Hernando Airas de Saavedra y de su mujer, hija de Juan de Garay. Asépticamente ambientados en el fondo de un pozo con forma de tumba abierta, e iluminado por lamparitas eléctricas para que no se los pudiera dejar de ver, yacían en un sector de la primitiva Santa Fe, antes de su traslado, o sea de lo que hoy es Cayastá. Un espectáculo casi obsceno, por no decir una verdadera profanación, ya que lo que se muestra no son cuerpos desnudos, sino los huesos desnudos de un cuerpo.

Y si venimos a efectuar esta larga y hasta escabrosa introducción, lo es a modo de explicación del rechazo que nos ha provocado el hecho de habernos anoticiado de la circulación, en uno de esos engendros electrónicos de nombres muchas veces abstrusos vinculadas con el “hardware” y el “software” de nuestra cultura actual, de una fotografía a la que suponemos tomadas en la morgue local y en la que se mostraba el cuerpo de Lorena Zanetti, muerta en un horripilante asesinato ocurrido en nuestra ciudad al filo del fin de la última semana.

Una imagen que es una suerte de algo más que un remate simbólico, efectuado por otras manos distintas del remate del homicidio anterior.

La materialización de ese comportamiento morboso, no otra cosa es esa fotografía y su difusión, haría necesaria la realización de una investigación encaminada a establecer la responsabilidad de su autor y de sus cómplices, dado que nos queda la duda que como consecuencia de lo así ocurrido no existan responsabilidades penales a las que atender.

Recapitulando y profundizando en lo hasta aquí dicho, habría que señalar que de esa manera se viene a vulnerar un derecho a la privacidad que tenemos los hombres, que en su manifestación extrema -aunque no necesariamente exagerada- implica el de no mostrarnos forzadamente desnudos frente a los demás. Es así como se ha señalado que muchos de los trastornos psicológicos de los que dan cuenta las personas sometidas a condiciones de un cautiverio en común, son consecuencia de estar totalmente privados de intimidad y con la sensación de ser espiados en forma permanente por otros ojos.

De donde un cadáver en las condiciones referidas debe equipararse a un cadáver desnudo y a un esqueleto humano como doblemente desnudo, dado lo cual las implicancias que acompañan a nuestra desnudez ocasional en el caso se mostrarse públicamente, refuerza nuestra obligación de tratar con el debido decoro a nuestros muertos.
Fuente: El Entre Ríos (Edición impresa)

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