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Su marido casi la mata con un saca clavos. Hoy repasa los indicios de violencia que antes no pudo ver y cuenta su historia para prevenir a otras mujeres. La historia ocurrió en Salto, la ciudad uruguaya vecina a Concordia. Después del ataque, no recibió una llamada estatal, cuenta Paula Barquet, la periodista que la entrevistó.

Mari me está esperando. Acomodó dos sillas de plástico afuera, a la sombra, para recibirme. Por teléfono le pregunté si estaba dolorida, me respondió que estaba bien. Le expliqué que quería contar su historia para disuadir a otras mujeres, me dijo que "encantada".

El barrio Artigas, donde vive Mari, queda en el extremo noreste de Salto. Uno llega cuando siente que se está yendo de la ciudad. Su casa está hecha de prolijos tablones de madera y techo de hormigón, y luce bastante nueva, pero ya no vive ahí. Ya no quiere pisar nunca más ese suelo en el que todavía hay manchas de sangre que nadie parece estar dispuesto a limpiar. A tres o cuatro metros de su casa está la de sus padres, de ladrillo y en plena obra. Allí duerme desde que volvió del hospital. Enfrente hay una plaza que se lleva toda la manzana. Hay niños jugando al fútbol y caballos pastando.

Un único portón abre paso a las dos casas. Mari camina despacio a mi encuentro. Lleva el pelo recogido en una cola de caballo, las uñas esmaltadas de rojo, los ojos delineados, un chupetín que sostendrá en una mano casi sin saborear durante toda la entrevista. La piel de la cara se le llena de gotas de sudor que ella no seca. Espera la primera pregunta.

—¿Sabías que corría riesgo tu vida?

Suspira. Piensa unos segundos. Toma aire. Se hace fuerte.

—Yo nunca pensé. . . que iba a llegar a ese extremo.

Pero Mari, de 20 años y oriunda del pueblo Laureles, sí sabía que su marido, de 28 años y oriundo de Colonia Lavalleja, era obsesivo, muy celoso, violento. Hacía un año y tres meses que estaban casados. Siendo novios, una vez ella le dijo que se iba a un baile con una amiga y él reaccionó apretándole el cuello como queriéndola asfixiar. Ella le preguntó si estaba loco, él le pidió perdón. Tiempo después la volvió a agarrar del cuello, esta vez contra la cama, no recuerda si fue por celos o qué. De a poco fue perdiendo a sus amigos. Los insultos eran cosa diaria.

—Yo nunca dije nada para no preocupar a mis padres ni nada de eso. Mi madre sufre de presión alta.

Solo una persona sabía de las agresiones que soportaba: su "comadre", una mujer de confianza que le aconsejó acudir a la unidad de víctimas de violencia doméstica. Pero Mari no quiso. No creía que fuera para tanto.

A ella le molestaba que él fuera inconstante con el trabajo, que anduviera de estancia en estancia sin estabilidad. Le daba rabia que su marido no le avisara que andaba por su casa mientras ella se pasaba toda la semana trabajando en la cocina de un establecimiento a 50 kilómetros de ahí.

—No compartíamos tiempo, no me ayudaba y siempre me reclamaba todo. Me echaba en cara las compras, la limpieza, los gastos.

La pérdida de un embarazo de 22 semanas de gestación lo empeoró todo. Él la culpó a ella de no haberse cuidado lo suficiente. Ella tuvo que tragarse la angustia y calmar la de su marido.

—Yo ya estaba pensando que no iba más. Él me mandaba mensajes de amor y yo no le contestaba, o le contestaba medio seca, para cortar por lo sano.

El jueves 15 de marzo juntó coraje. A su mamá le adelantó que se acercaba el fin de la relación. "Si no dejo con él hoy, me mata", le dijo. Detrás de esas palabras fatídicas latía su acertada intuición, aunque no era del todo consciente. Por eso cuando esa misma madrugada se le apareció pidiendo para hablar, ella le dijo a su hermana menor, que estaba durmiendo en su casa para no dejarla sola, que se quedara quieta ahí. Mari prefirió recibirlo sola en el porche.

—Me dijo: no puede ser. Le dije: bueno, lo mismo que te dije por mensaje te lo digo personalmente. Yo con vos no quiero más nada, ya me cansé. Él tanteó el fierro ese (un sacaclavos de la obra en lo de sus padres). Le dije: dejá eso quieto. Lo dejó.

Luego intervino su hermana, que no se contuvo y salió a apoyarla. Entraron a la casa. Él quería que su cuñada se fuera y ellas dos se negaban. Al final decidieron irse juntas a la otra vivienda. Mientras juntaban algunas cosas, él atinó a encerrarlas. Mari enfiló hacia la puerta del fondo, pero no había alcanzado a abrir cuando escuchó a su hermana gritar.

Mari tiene cuatro tajos en la cabeza. El más grande corresponde a la cirugía que le hicieron en el Hospital de Tacuarembó para salvarle la vida. Los otros tres son los que le hizo su marido con el sacaclavos que tenía a mano cuando ella intentó decirle adiós.

Hoy está de alta, a salvo, y protegida por sus padres que todavía no pueden creer lo que ocurría a sus espaldas. "Unos ignorantes totales", resume Blanca, su madre. Desde que fue agredida, Mari no recibió ayuda de ningún especialista en violencia de género. No la llamó nadie, ni del Mides ni del Ministerio del Interior ni de la división de Género de la intendencia. No tuvo asistencia psicológica ni de asistente social. Pensó en pedir hora para un psicólogo en la policlínica pero no lo ha concretado. Dice que está bien, que ya está. Su madre, de alguna forma, concuerda: la ayuda estatal podría haber venido bien cuando creían que su hija se moría; ahora ya no la siente necesaria.

A Blanca le cuesta sacar un aprendizaje. Pero si algo le genera esto, es rabia. "Porque uno, que tiene hijos, no les toca un pelo muchas veces, para que vengan estos Juan de afuera a limpiarse las manos. No es justo. Nosotros pasamos mucho sacrificio con ella, para criarla, para darle lo mejor. Yo pienso: si una relación no anda, sepárense y chau. Una no está atada a una persona si no le sirve. Tampoco llegar a las manos así".

Mari no teme que le vuelva a pasar, pero sí dice que la próxima vez va a elegir bien.

—Si pudieras aconsejar a otras mujeres, ¿qué les dirías?

—Y, si vos agarrás y le decís a un hombre que te fuiste a un baile o que te fuiste de termas con una amiga, y él intenta pegarte una cachetada o ahorcarte, que intentes hablar con alguien. Que no tengas miedo de decir. Y si no le dice a los padres, que se lo diga a una amiga con quien tenga confianza. Que ahí la amiga le va a decir que eso está mal, que denuncie, que hable con los padres o algo.
Fuente: El País de Montevideo

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