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Zulema es una señora que cumple con el estereotipo de “abuela de pueblo.” Toma mate en la vereda, calza polleras largas, teje crochet y esconde un pasado más que interesante.

Para conocer su pasado sólo hace falta hacer las preguntas adecuadas. Zulema se sienta en la vereda. Busca esa brisa fresca que aplaque los calores de verano, tan húmedos y tan comunes en Entre Ríos. Chupa de la bombilla metálica. Me propongo a preguntar. Me ofrece uno y acepto. Su serenidad hace que el tiempo pase más lento. Zulema esconde un cuadro firmado por Quinquela en el fondo de su casa; de nuevo, no lo esconde. Solo hacen falta las preguntas adecuadas -y unos mates quizás- para que lo muestre. En eso me encuentro hoy.
Sobre Martín Quinquela
El pintor más aclamado de la historia argentina fue recogido en la puerta del orfanato la Casa de los Expósitos por un grupo de monjas. La mitad de un pañuelo con forma de flor y una nota eran sus únicas pertenencias. En el papel se indicaba que la persona (aparentemente una artista yankee) que lo dejó ahí iba a volver con la otra mitad de la flor a buscar a su hijo. Esto jamás ocurrió.

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Fue criado por un padre carbonero y una madre de origen indígena. Sus primeras obras, hechas en carbonilla, retratan las escenas portuarias que veía constantemente. El resto, es historia conocida.

Justina Molina era su madre, de origen Charrúa, de quien se sabe poco. En Argentina se le denomina “aborigen” a aquellas personas provenientes de los pueblos originarios. Por lo tanto, de ella y su familia no se conoce demasiado. Yo sólo sé que Justina tenía una hermana en Entre Ríos, de nombre Petrona. Ella tuvo una hija llamada Rosa, madre de 7 hijos: 4 varones y 3 mujeres. Hoy en día sólo le queda la más chica, Zulema, mi abuela.
El cuadro del living
Mi intriga por saber dónde estaba el cuadro que toda mi infancia adornó el living de la casa de mi abuela me llevó a prestarle, por primera vez en mi vida, verdadera atención. Un poco así somos todos con el arte que nos rodea ¿no? Ese mural, el artista del subte dando el presente todas las tardes, esa estatua fija que nos cruzamos cada día. Expresiones artísticas que no valoramos y terminan cayendo en el limbo de la cotidianidad. Hasta que no están más. Ahí es cuando nuestra vida se amarga un poco y no sabemos por qué.

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Esto mismo me pasó cuando no vi el cuadro. Resulta que Zulema quiso pintar la pared de un violeta furioso y la enorme escena portuaria no combinaba en absoluto con el color elegido. Guardó el cuadro en el fondo, en una especia de depósito que alguna vez supo ser mi habitación.

Lo busco. Lo encuentro sucio y desmejorado. Quieto. Callado. Esperando. Casi que puedo escuchar las olas rompiendo contra los buques en algún puerto porteño. Lo llevo a la luz, remuevo un poco el polvo y comienzo a inspeccionarlo. En la parte inferior asoma un tenue trazo azul carcomido por el tiempo, en una cursiva desprolija, se llega a leer a duras penas:

“Con cariño, para la sobrina de mi vieja.

Atentamente

Quinquela Martín, 1942″

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Un tesoro familiar
La pequeña sonrisa que asoma por la comisura de los labios de mi abuela ante mis gritos de emoción y constantes preguntas es suficiente para darme cuenta que sólo había descubierto la punta del iceberg. Y aparentemente tengo razón. Me lleva a su habitación y comienza a sacar cajas y trastos llenos de polvo ante mi atenta mirada. En una de éstas se encuentra una foto (también firmada por él) donde posan Quinquela, los hermanos y hermanas de mi abuela, su madre, y algunos vecinos de la zona. Todos frente al ranchito donde vivía Rosa y sus hijos. Ésta no es la única foto del pintor en el lugar pero sí la única enmarcada. Otro retrato parecido aparece entre unos papeles viejos dentro de la caja, aunque este está roto y muy desmejorado.

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Además de las fotografías encuentro la “biografía novelada” (una primera edición), revistas en francés con críticas de diversos artistas hacia su obra y una recopilación de sus pinturas más famosas, todas firmadas por él. Inmediatamente busco registro de visitas de Benito Quinquela Martín la ciudad: absolutamente nada. Delante mío tengo historia pura.

El pintor y el pueblo entrerriano

Quinquela visitaba Gualeguaychú como un escape de la revoltosa urbe porteña. De paso, aprovechaba a visitar a su prima Rosa y a sus hijos. Siempre fue increíblemente agasajado durante sus descansos por la comunidad. Mi abuela no es la única ciudadana que posee recuerdos materiales de Benito, pero sí la última viva de toda esa comitiva que lo recibía. Era sólo una niña cuando él venía y no comprendía del todo la magnitud de su visita.

Su relación no concluye ahí. Zulema viajaba junto a su hermana a Buenos Aires para verlo. Estos viajes duraron un tiempo hasta que las chicas un día decidieron buscarlo por el lujoso Hotel Alvear. Las entrerrianas fueron detenidas por gente de su “nuevo círculo” quienes no le permitieron el acceso. Sus amigos “de la alta” no querían que el ya famosísimo pintor se juntara con pueblerinos. Esta escena se repitió varias veces hasta que Quinquela comenzó a viajar a Europa, cada vez más a menudo, y las visitas cesaron.

Mi abuela nunca lo perdonó, sin embargo su hermana, Gela, (ya adulta) siempre le estuvo agradecida. ¿Por qué? Zulema no lo supo hasta ya mayor, cuando su compañera de viaje a las calles de la capital le confesó que Benito le pasaba plata a la familia. En parte gracias a él, a los 7 hermanos jamás les faltó nada, aún viviendo en condiciones un tanto precarias.

El pintor siguió enviando presentes a los distintos integrantes de la familia, presentes que hoy en día ha heredado mi abuela y los esconde celosamente. En realidad, no los esconde, solo hacen falta las preguntas adecuadas -y unos mates quizás- para que comience a contar la historia de Gualeguaychú y Quinquela.

Por Ignacio García*
Fuente: Diario El Día

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