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“Desde que comenzó la pandemia no podemos vender pescados ni tampoco madera, estamos desempleados", cuenta Pedro Cejas, de 70 años, desde la costa del río Paraná de las Palmas. Vive en una precaria casa en el inmenso e inhóspito Delta bonaerense, en la segunda sección del partido de San Fernando. No tiene luz, ni agua potable. Dos veces por semana pasa por su muelle una lancha almacén, pero el dinero es un recurso escaso, como la señal telefónica, y esas provisiones se vuelven inaccesibles. "Nosotros estamos bien, no tenemos miedo", aclara, despreocupado por los efectos del coronavirus. Un problema mayor enfrenta a su familia: la madera que tala se amontona, al igual que el espinel, cargado de patíes, bagres de mar y dorados. "Necesitamos vender para poder vivir", mira para abajo.

El Delta bonaerense -cuenta Leandro Vesco para La Nación- tiene una superficie de 3130 kilómetros cuadrados. Está dividido en nueve municipios: Tigre, San Fernando, Escobar, Campana, Zárate, Baradero, San Pedro, Ramallo y San Nicolás. En ellos viven alrededor de 22.000 personas. Tigre (12 mil personas esparcidas en 220 kilómetros cuadrados) y San Fernando (unos 4000 habitantes en 950 kilómetros cuadrados) concentran la mayor población. Son también los más afectados desde el inicio de la cuarentena: el turismo, la extracción de madera y la pesca son las tres fuentes de ingreso más importantes. Por las medidas de prevención por contagio de Covid-19, las tres actividades están paralizadas.

"El 90 por ciento de las familias que viven en la isla están desempleadas" calcula Jhonny Rojas, de 63 años. Nacido en Bolivia, hace 33 que es isleño. Vive en la primera sección del Delta de Tigre (junto con la segunda y tercera de San Fernando, son las que más ayuda necesitan). Aquí, 20 familias viven a orillas del arroyo San Carlos. La poda de pasto, trabajos de albañilería, carpintería y mantenimiento de las casas de fin de semana -todas habitadas por turistas o residentes ocasionales- son sus fuentes de ingreso. Pero sin clientes, no hay trabajo. "Me paso el día cortando leña, oyendo radio, pero no tengo mucho qué hacer", acepta. Es un ejemplo de cómo el coronavirus modificó la realidad de estos isleños.

"Sabemos que no les solucionamos la vida, pero debemos contenerlos", se hace cargo Eugenio Ligessmeger (38 años), director provincial de Islas de la provincia de Buenos Aires, que depende del Ministerio de Gobierno. Cada dos semanas él mismo se sube a una lancha a relevar las familias isleñas para llevarles alimentos y artículos de limpieza. "Hay muchos vecinos nuevos, que escapan de la gran ciudad, y los históricos. A todos hay que ayudarlos", une. El recorrido lo hace cruzando ríos, canales y arroyos olvidados en un mapa habitado por solitarios. "La gente de la ciudad piensa que somos salvajes, pero es al revés, acá tenemos libertad", explica (y se explica) Cejas al recibir los bolsones. Un elemento concentra su atención: los sobres potabilizadores de agua. "Gracias por acordarse de nosotros", dice.

El agua que beben los isleños la recogen directamente del río con un caño y una bomba de extracción. En todos los muelles se ven. Algunos tienen filtros, otros usan sulfato de aluminio y sulfato de amonio: "alumbre", como se conoce. Es un polvo trabajado artesanalmente que decanta el barro y las impurezas del agua, pero se necesita que transcurran alrededor de cinco horas para poder beberla. En cambio, con los polvos industriales que les llevan (importados de Singapur), en apenas 20 minutos está potable. La electricidad la obtienen de generadores o viejos motores a dínamos. Las heladeras son a gas. Unas pantallas solares que llegan del Ministerio de Desarrollo social posibilitan que carguen sus celulares.

"El isleño de Tigre es más de ciudad, su lógica es de un servicio más instantáneo", describe Ligessmeger, atento a los diferentes perfiles del habitante de esta compleja región. "Los de San Fernando son isleños históricos, con la lógica de un pueblo rural", ejemplifica. Desde el puerto de Tigre hasta llegar a la tercera sección del Delta de San Fernando la lancha de la Dirección de Islas demora dos horas. Una lancha comunitaria (más lenta), cuatro. Las distancias son muy largas. Cruzando los límites geográficos, Carmelo (Uruguay) está a apenas veinte minutos de navegación.

A mediados del siglo XX, el Delta bonaerense llegó a tener 50.000 habitantes. La actividad económica era variada: producción de frutas (el Mercado de Frutos era el punto de venta), aserraderos, bodegas... Hasta existió el Banco del Delta. "La gente elegía venir a vivir a las islas, no necesitaba migrar", explica Ligessmeger.

El Río Paraná de las Palmas es la primera frontera. Ancho, balizado. Por aquí navegan los barcos de gran porte, también las pequeñas lanchas de los isleños. Hasta ese punto llega la señal telefónica. El combustible es un problema: por la pandemia, conseguirlo es difícil. Muchas estaciones de servicio fluviales están cerradas. Pocos isleños quieren ir a Tigre o San Fernando, y muchos no tienen el permiso de circular ni recursos para buscarlo. Algunos usan el remo, para economizar.
Vivir otra vida
El recorrido por estas secciones lleva ocho o nueve horas de navegación. Son 45 kilómetros en línea recta, pero no todo es lo que se ve con un drone: para llegar al Delta profundo la lancha de la Dirección de Islas sale y entra por un complejo laberinto de arroyos, muchos bloqueados por troncos caídos. "El destronque es una de las tareas que hacemos", apunta Ligessmeger. Son las únicas vías de comunicación para los isleños: un arroyo cerrado los aislaría completamente. "Nos vamos encontrarnos gente en el camino que no sabíamos que vivía", cuenta Diego Simonetta, director de Gestión integral de islas del Delta e isla Martin García. Les dejan sus números de teléfonos y, en la próxima recorrida, los asisten. El trabajo se hace en el territorio, el escritorio queda lejos.

"Desde que comenzó la cuarentena pocos podemos salir a trabajar al continente", explica Sara Ordoñez, colombiana, de 38 años. Hace un año vive en una casa ubicada en la orilla del río Sarmiento. Las realidades se vuelven más complejas con la distancia. "No salimos desde el 20 de marzo y no pensamos volver al pueblo (por Tigre)", se planta Estela Zuvrik (45 años) que vive con su esposo, Victor Hugo Valdés (70), y el pequeño Leonel (8). Una línea atada entre dos árboles sostiene alrededor de 30 pescados. Son del día. "No los podemos vender" , se amarga Estela. El Mercado de Frutos y los restaurantes eran los principales clientes: ambos están cerrados.

"Tengo cáncer", dice al pasar Víctor Hugo, que debía operarse en marzo. "Pero con esta enfermedad (por el coronavirus) todo se retrasó", afirma. Su preocupación mayor es otra, no su salud: el precio de las redes para la pesca. "Salen 80 dólares, pero sin trabajo es imposible comprarlas", se resigna, un sentimiento común para el isleño.

"Nosotros nos juntamos los fines de semana a comer", cuenta Florencia Valdes. Para el ojo foráneo, el arroyo Naranjito es inaccesible. Para ellos, es el cauce que une la morada de alrededor de diez familias. Son todos parientes. Los frutales crecen silvestres: limones paraguayos, mandarinos, naranjos, manzanos. Una familia hierve cabezas de pescado para darles a los perros. Una radio -el medio por el que se informan- se oye a lo lejos. "No tenemos por qué salir, pero sentimos la falta de trabajo", explica Valdés.

En cada muelle, una historia, una familia. Aprovechando la pandemia y la falta de dinero para trasladarse hasta Tigre, Paula Tarragona vio la oportunidad y montó un pequeño kiosco en su casa. "Son cosas básicas, y a buen precio, para nosotros", afirma.

El Río Paraná Guazú es el límite con Entre Ríos. Es una frontera sólo política, mitad del río es de Buenos Aires, el resto, de la otra provincia. La orilla norte es entrerriana. La Dirección de Islas asiste a isleños de las dos costas. "La madera no se vende, y tampoco cestos de mimbre", se entristece Flavia Gómez, artesana. Agradece la ayuda bonaerense y reclama acceder a internet, pero sabe que esa tarea le corresponde a Entre Ríos. "Podría tener una página en Instagram", sueña. "A nosotros los límites políticos nos complican la vida", razona. Sus hijas van a escuelas de Buenos Aires. "Esto es la provincia de San Fernando, estamos en Entre Ríos", dará la bienvenida unos kilómetros río arriba Mariano Manke, quien está cuidando una casa.

Los territorios se confunden, pero las carencias son las mismas. La pandemia es vista como "una enfermedad" aunque por aquí se la relaciona con otras capas que se van solapando. El coronavirus agudizó la falta de trabajo, que a su vez desnudó históricos reclamos: luz eléctrica, mejor servicio de lanchas comunitarias, agua potable, señal telefónica e internet. "El principal desafío es lograr que la gente o las futuras generaciones que vayan creciendo no necesiten migrar del Delta hacia el continente para tener un trabajo", reflexiona Ligessmeger.
Fuente: La Nación - Leandro Vesco

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