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“La estrategia del Presidente contra la universidad pública puede interpretarse como batalla cultural con fines políticos”, sostiene la periodista Luciana Vázquez, desde una columna de opinión firmada por ella y publicada en La Nación.

Vázquez aporta cifras con las que abona la hipótesis de que la “gratuidad” de la universidad pública es “un Hood Robin con disfraz de Robin Hood”. Aquí, su mirada, un aporte al debate:

La contundencia de la marcha universitaria de ayer dispara dos preguntas. Una es una pregunta política: ¿el presidente Milei la ve o no la ve? El resultado de la marcha, ¿puede sintetizarse tan fácilmente en el principio de revelación de una casta política y otra universitaria, los cotos cerrados de los “barones” universitarios, que queda deschavada?

Así lo interpretó el presidente Milei anoche en un posteo en X: “Día glorioso para el principio de revelación”, dijo. ¿O algo distinto está sucediendo? Por ejemplo, la aparición del germen de una resistencia social con eje en la clase media. ¿Milei está cultivando con manos de motosierra el bonsai de la impaciencia social, su propia 125?

La otra es una pregunta sobre política educativa, puntualmente sobre algunos de los principios históricos inconmovibles del mundo universitario estatal que fueron consignas clave de ayer en la calle. Por ejemplo, la gratuidad y el ingreso irrestricto como garantía de inclusión social. Otro ejemplo, la calidad de la universidad pública. En ese punto, los Premio Nobel que alguna vez cosechó la Argentina se citaron en estos días como la prueba taxativa de la excelencia de la universidad pública argentina y de su productividad social: los Nobel se exponen como la culminación de un proceso virtuoso de equidad educativa y social con calidad que conduce hasta ese logro máximo. El sueño de “m´hijo el dotor” elevado a la enésima potencia, hasta el galardón superior del conocimiento. Pero las cosas no son tan simples.

Primero, hay cosas para señalar en esa relación causal que lleva supuestamente de la gratuidad y el ingreso irrestricto a la inclusión social de los pobres en la universidad pública. Entre los jóvenes de entre 18 y 24 años que pertenecen al 20 por ciento de los hogares con ingresos más altos de la Argentina, y que por su edad deberían estar en el nivel terciario, no importa si universitario o superior no universitario, el 71 por ciento está matriculado en la educación terciaria. Y aquí llega el contraste más inquietante: en el 20 por ciento de menores ingresos de la Argentina, el primer quintil, apenas el 24 por ciento de esos jóvenes está en la universidad o en la educación superior no universitaria. En el siguiente 20 por ciento de menores ingresos, el segundo quintil, la matriculación universitaria de esa franja etaria sube algo pero apenas alcanza al 34,1 por ciento.


En el lenguaje de la época, el IVA de la polenta que pagan los más pobres, que menos van a la universidad, está financiando la universidad de los más ricos y eso, por efecto de “la gratuidad”. Un Hood Robin con disfraz de Robin Hood. Porque ya ha quedado claro: gratuito no hay nada. Se trata, más bien, de financiación indirecta vía impuestos de todos o financiación más directa, con fórmulas mixtas que pueden sumar niveles de arancelamiento, por ejemplo, según niveles de ingreso, con becas a los más vulnerables. La financiación indirecta, es decir, la gratuidad, es hoy una transferencia de recursos brutal desde los niveles socioeconómicos más bajos a los más altos, todo en pos de la falacia de la gratuidad y con el horizonte de la ilusión óptica de la inclusión y la equidad: eso de “universidad de los trabajadores y al que no le gusta, se jode, se jode” que tanto se canta en las marchas universitarias.

En las clases medias, los más equiparables a los quintiles tres y cuatro de ingresos, la de los trabajadores, las cosas están mejor que entre los más pobres pero no tan bien como en el quintil cinco, el de los más ricos, que por supuesto en la Argentina incluye a clases medias altas también en proceso de ajuste: nadie se salva del todo. En el tercer quintil, solo el 43,5 por ciento de los jóvenes entre 18 y 24 años está matriculado en la universidad y en el cuarto quintil, el 52,4 por ciento. Todos los datos fueron elaborados por el especialista en educación del Banco Mundial, Martín de Simone, en base al SEDLAC.

Es decir, los pobres del quintil 1 y 2 que en un 80 o 70 por ciento respectivamente no pisan literalmente la universidad financian las carreras universitarias de las clases medias argentinas. En cada historia de orgullo universitario y esfuerzo personal que se contó en estos días hay una contracara: la historia de los millones de jóvenes de entre 18 y 24 años que no acceden a la universidad pero la pagan indirectamente. En ese contexto, la gratuidad queda convertida en una defensa de pocos, es decir, una defensa corporativa de un derecho adquirido por las clases medias y medias bajas y sobre todo medias altas y altas que en realidad, en la Argentina donde domina la pobreza, es hoy un privilegio corporativo. Bajo las luces más críticas, hoy en la Argentina, una marcha que defiende la gratuidad acríticamente se puede parecer más a un lobby exitoso, capaz de transformar un privilegio en un derecho intocable. El Tierra del Fuego de la clase media.
Utopía desmentida
Los datos desmienten la utopía cumplida de la universidad pública como la tierra prometida de los más pobres. Ni la política de la gratuidad de los estudios universitarios ni la del libre acceso han generado la justicia y la equidad social que se pregona.

El ingreso irrestricto tampoco viene cumpliendo su cometido de justicia social. Los más pobres tampoco están en la universidad porque ni siquiera logran superar, en su mayoría, la secundaria. A los 18 años, sin título secundario, no se ingresa a la universidad. La baja tasa de graduación secundaria y la baja calidad de los aprendizajes son bien conocidos en la Argentina, y los más pobres son los más perjudicados. Aquellos pocos que logran terminar la secundaria y llegan a la universidad enfrentan desafíos únicos para sostener ese esfuerzo educativo.

En la secundaria, la exclusión por pobreza también funciona. Entre 2000 y 2017, años de expansión de la matrícula de la escuela secundaria, los niveles socioeconómicos medio y medio bajo aumentaron su presencia en la escuela secundaria en un 19,3 por ciento. La presencia de chicos del nivel socioeconómico más bajo creció apenas un 7,3%. Sus condiciones de vida son incompatibles con la escolaridad, como afirma Guillermina Tiramonti en La escuela media argentina. El devenir de una crisis, de donde fueron extraídos estos datos.

La pobreza, y el bajo capital escolar y cultural que implica, es el gran filtro que regula el ingreso y la permanencia en la secundaria y mucho más, en la universidad pública. No se necesita examen de ingreso.

La gratuidad y el ingreso irrestricto como la única vía virtuosa para expandir el derecho a la universidad quedan cuestionados también en la comparación con políticas universitarias casi opuestas de países vecinos, con ingreso y aranceles, pero mucho más productivas a la hora de incluir a los más pobres. En el Chile “neoliberal” que el kirchnerismo suele denostar, el 40 por ciento de los jóvenes entre 18 y 24 años del primer quintil más pobres están en la universidad, es decir, una presencia de alumnos pobres 66 por ciento mayor que en la Argentina. Y lo más interesante, ese crecimiento se da manteniendo niveles parecidos en los quintiles más ricos: en Chile, el 68,4 por ciento de los jóvenes del quinto quintil más rico está en la universidad. La universidad chilena resulta más inclusiva y con menos desigualdad que la argentina.

Segundo, está el tema de la excelencia académica de la universidad pública. La medida de esa calidad suele encontrar datos duros en los rankings internacionales, la productividad en términos de profesionales destacados en disciplinas diversas en la Argentina y en el mundo y en los cinco Premio Nobel argentinos, todos surgidos de la universidad pública. La Universidad de Buenos Aires queda particularmente iluminada en el campo científico por los casos de César Milstein, Nobel de Medicina, que estudió en la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales; Luis Federico Leloir, Nobel de Química, que se graduó de la Facultad de Medicina, y Bernardo Houssay, Nobel en Medicina, graduado del Colegio Nacional de Buenos Aires, dependiente de la UBA, y de Farmacia y Bioquímica en la UBA.
La calidad de la universidad
¿Es tal la excelencia de la educación universitaria argentina que produce tamaño resultado? Otra vez, las cosas no son tan sencillas. La calidad de una universidad se juega por dos lados: efectivamente, por la capacidad de producir altos niveles de aprendizaje para todos sus estudiantes, o por su capacidad para filtrar y seleccionar a los estudiantes con mayor potencial. Bueno, buena parte de los éxitos de la universidad pública argentina se deben a esos filtros, aunque no haya examen de ingreso. Quedarse con los de mayor capital cultural es un atajo para garantizar calidad y mejores resultados educativos.

Por décadas, más de un siglo, la universidad ha sido una institución restrictiva, y lo sigue siendo. La ilusión argentina de “m´hijo el dotor” hace pensar en un torrente de alumnos de todos los sectores sociales que llegan a sus aulas desde siempre. Los datos no lo demuestran. Y un caso vale como muestra: cuando Milstein egresó de la UBA en 1952, la tasa de escolaridad neta de la escuela secundaria era de apenas el 26 por ciento, es decir: del universo total de adolescentes de la Argentina que por su edad les correspondía estar en la secundaria, apenas estaba ese porcentaje bajísimo. La secundaria era para pocos y la universidad era todavía para menos, los más favorecidos en términos de capital cultural de sus hogares y voluntad de esfuerzo educativo. La universidad era altamente restrictiva porque la secundaria también lo era. El horizonte universitario de los pobres nunca estuvo tan cerca como el mito argentino dice.

¿Hay que arancelar indiscriminadamente la universidad porque no beneficia a los pobres? ¿Hay que cerrarla porque no está tan clara su calidad? ¿Hay que “hacerla mierda” como se escucha desde algunas voces del oficialismo? La respuesta es no. La universidad pública sigue siendo una institución vibrante y productiva de masas de capital humano y buenos profesionales, como plantea Juan Carlos Hallack, una colimba que, a pesar de todo, templa el carácter y el espíritu crítico, y sigue dando resultados. Podría dar muchos más, y para más personas. La cuestión es mejorarla y transformarla en un proceso de debate y acuerdos políticos libre de prejuicios y preconceptos sin sustento real.

Por eso, la estrategia de Milei contra la universidad pública solo puede interpretarse como batalla cultural con fines políticos. Ni el modo en que practica el ajuste, aunque algo de ajuste pueda ser entendible, ni el modo en que cuestiona su calidad apunta a un proceso efectivo y constructivo de revisión y mejora.

Si su idea es polarizar para gobernar, Milei corre riesgos. Como en 2001 cuando los cacerolazos de las clases medias coparon la plaza. O como en la 125, con esa alianza tan particular entre el campo y la clase media de la ciudad: esa confrontación llevó a la consolidación de una oposición al kirchnerismo y a su derrota en las legislativas de 2009. O como en 2020, cuando el cierre indiscriminado de escuelas de Alberto Fernández se encontró con el reclamo de las familias argentinas de clase media convertidas en sujeto político. Fue ahí cuando su popularidad empezó a tambalear.

Para satisfacer sus demandas, la clase media viene retirándose al mundo privado: por ejemplo, en primaria y secundaria, la matrícula privada llega al 34 por ciento, un porcentaje muy único cuando se compara con otros países. Pero cuando las crisis afectan cuestiones esenciales como escuelas cerradas o la universidad pública a donde asiste el 80 por ciento del sistema universitario total, la clase media se organiza. Eso suma un elemento imprevisible. ¿El presidente lo está viendo?
Fuente: La Nación

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