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"Nunca antes habíamos expuesto tanto nuestra vida íntima. Y, a la vez, nunca nos había preocupado tanto que invadan nuestra privacidad" explica el periodista español Rodrigo Terrasa, para el Diario El Mundo. La Unión Europea quiere resolver esta paradoja con su nueva Ley de Protección de Datos, que hoy entra en vigor. Pero el debate por la privacidad no sólo es europeo sino mundial.

L' Alcúdia es un pueblo situado unos 35 kilómetros al sur de Valencia y unos 10.000 al este de Silicon Valley. Tiene 11.820 habitantes, aproximadamente 2.167 millones menos que usuarios activos tiene Facebook. Es L' Alcúdia pero podría ser Anchuelo, en Madrid, que apenas tiene 1.000 vecinos, o Marmolejo, en Jaén, que cuenta unos 7.000, o cualquier otra pequeña ciudad en cualquier otro rincón del planeta.

En la plaza del pueblo está Pepe, Pepe Estrellla, según su nombre de usuario (perdón, su apodo). No tiene cuenta en Facebook, en su vida ha abierto Twitter y nunca usó WhatsApp, pero tiene geolocalizados a todos los vecinos sin ni siquiera saber qué narices es Google Maps. «Mira, ahí se ha hecho una casa don José, el maestro; en la esquina está el horno de María la Coca y justo al lado se acaba de comprar un piso Amparo, la de Pelagatos. Pobre, murió su madre el otro día». ¿Y usted cómo se enteró? «Tocaron a muertos y en el bar ya sabían que era ella».

Las campanas de la iglesia son las notificaciones de Pepe. Cuando alguien fallece en el pueblo, redoblan a un ritmo más lento que cuando marcan las horas. Si al final hay dos toques de campana aislados, es que ha muerto una mujer. Si suenan tres, es que es un hombre quien ha abandonado el grupo. El nombre del difunto aparecerá horas después en el muro (sí, el muro) que hay en el club social, en el mercado y en la calle principal. Y en un rato la muerte de la madre de Amparo será tendencia en el pueblo. Como cuando el hijo del frutero le puso los cuernos a su mujer -«con lo buen chico que parecía»-, cuando se operó las tetas Remedios, la Calabazas, o cuando la hija de Pepe Estrella se marchó a Madrid, ya ves tú, «con lo bien que se vive en el pueblo».

-¿Y aquí no usan las redes sociales?

-Eso de internet es más frío que hablar con la gente del pueblo. ¿Quién necesita eso, si aquí, de toda la vida, te enteras de todo en la calle?
Los humanos están dispuestos a entregar cualquier dato personal para llenar el vacío de la soledad
Antonio García Martínez, ex directivo de Facebook

«Facebook no es más que una versión alternativa de esa comunidad. Los humanos están dispuestos a entregar cualquier dato personal para llenar el vacío de la soledad y el temor existencial, sobre todo en un mundo que rebosa de él. Si el simulacro puede pasar como real, siempre tendrá éxito».

La frase (en realidad es un tuit) es de Antonio García Martínez, ex gerente de producto en Facebook, ex asesor de Twitter, periodista y autor del best seller Chaos Monkeys, un libro en el que advertía que para triunfar en Silicon Valley era imprescindible ser un «sociópata».

Revise su correo electrónico, sus últimas notificaciones. Durante las últimas semanas habrá recibido decenas de mensajes de presuntos «sociópatas» invitándole a aceptar los nuevos términos y condiciones de cada una de las aplicaciones que suele utilizar. «Nos preocupa tu privacidad», dice el asunto. Confiese que los ha aceptado todos sin ni siquiera leerlos, como el 99,9% de la población.

Hoy entra en vigor el nuevo Reglamento General de Protección de Datos de la Unión Europea (GDPR), que debería poner orden en la forma en la que las empresas obtienen, guardan y procesan los datos personales de sus usuarios en internet y que, por tanto, debería proteger la intimidad de los ciudadanos. Ya saben, su privacidad.

La ley arroja algo de luz, en definitiva, sobre lo que se conoce como la paradoja de la privacidad. Nos obsesiona nuestra seguridad más que nunca pero a la vez nos exponemos más que nunca. En palabras de Antonio García, «la privacidad entra hoy en conflicto directo con los instintos humanos más profundos en torno a la conexión y la comunidad».

¿Qué preferimos entonces: conservar nuestros secretos o seguir conectados? ¿Nos preocupa realmente la privacidad? Y, sobre todo, ¿desde cuándo nos alarma? Según el ex directivo de Facebook, desde hace relativamente muy poco. «La privacidad es un invento moderno, no tanto un derecho humano fundamental como una costumbre cultural. No aparece en ninguno de los textos fundacionales que inspiraron nuestros sistemas de gobierno y la palabra ni siquiera se conocía en inglés antes de 1814. Si le hablaras de privacidad a un miembro de la tribu !Kung o a un aldeano francés del siglo XIX, no tendría la menor idea de qué le estás hablando», ha explicado en varios mensajes de Twitter Antonio García, que atribuye la repentina inquietud por la privacidad a quienes han hecho de ella un negocio millonario. «El resto del mundo está dispuesto a mostrar su lado más privado a cambio de una sensación fugaz de conexión humana. Y es lo que hacen».

Hace unos años en Dinamarca se hizo un experimento con cámara oculta en el interior de una panadería. A cada cliente que entraba a pedir una barra de pan el dependiente le reclamaba a cambio su número de teléfono, su mail, su dirección, su agenda de contactos, sus fotos... y, si se despistaba, el panadero le acompañaba hasta casa. Todos los clientes se escandalizaban. Moraleja: ¿Regalaríamos nuestros datos a cambio de una barra de pan? Ni de broma. ¿Lo haríamos a cambio de una aplicación gratuita para el móvil? Lo hacemos a diario.
No hemos entendido todavía que cuando te dan un producto gratis es porque el producto eres tú
Liliana Arroyo, investigadora

«Sentados en el sofá de casa con el móvil en la mano perdemos la conciencia de que hay personas detrás de tu teléfono», advierte Liliana Arroyo, investigadora de la Universidad de Barcelona y experta en impacto social de la tecnología. «Si es una persona la que te pide tus datos, eres consciente de que estás siendo invadido. Cuando no ves unos ojos al otro lado, pierdes esa noción. Tenemos la sensación de que es más peligroso darle información a un ciudadano cuando es mucho más difícil rastrear lo que lanzamos al universo digital».

La historiadora americana Sarah Igo escribió un libro llamado The Known Citizen (El ciudadano conocido), en el que repasaba la historia de la privacidad en la América moderna, desde la definición del término en 1890 como «el derecho a estar solo» hasta los primeros registros de la Seguridad Social pasando por las primeras casas con tabiques. «Hasta que no se hicieron las primeras letrinas separadas no existió el concepto de privacidad», retrata también Arroyo.

El ensayo de Igo refleja cómo la sociedad americana pasó de la indignada resistencia ante las primeras iniciativas de la Policía a tomar las huellas dactilares a la alegría con la que hoy se las regalamos a Apple para desbloquear nuestro iPhone una media de 80 veces al día. Decían en el FBI que estaban encantados con la llegada de los smartphones porque si ellos hubieran ideado un sistema de rastreo tan eficaz, nadie lo habría tolerado jamás.

«El concepto de privacidad ha cambiado definitivamente a nivel cultural, sobre todo porque no hemos entendido aún que cuando te dan un producto gratis es porque el producto eres tú», reflexiona Arroyo. «A golpe de escándalos, empezamos a ser conscientes de los riesgos. El problema es que si no quieres jugar a este juego, te quedas sin tablero porque la sociedad actual nos ofrece pocas alternativas».

Se han hecho varios estudios preguntando a los usuarios si estarían dispuestos a pagar una cantidad simbólica por usar Facebook o Whatsapp a cambio de que no se usaran sus datos privados. Absolutamente todo el mundo respondió que no. Uno de esos estudios lo firmó Cristina Miguel, profesora titular de la Universidad de Leeds. «Nadie se lee la política de privacidad de una red social. La gente acepta sin más porque prioriza el beneficio de la conectividad», apunta.

Según el abogado especialista en Derecho de las Tecnologías Jorge Campanillas, «la sociedad se ha acostumbrado al uso de herramientas muy buenas y gratuitas y se ha despreocupado de la letra pequeña aunque le aterren los casos particulares».
El cambio a la hora de compartir nuestras vida ha sido fascinante. Hay un nuevo narcisismo e internet nos permite presumir de una manera que nunca antes existió
Katrina Guillver

Asegura Cristina Miguel que después de unos años de experimentación y exhibicionismo, hemos llegado a un punto de aprendizaje y vamos hacia "una representación de la identidad mucho más curada". El camino hasta aquí ha sido, sin embargo, asombroso. "El cambio a la hora de compartir nuestras vidas ha sido fascinante", asegura desde EEUU la escritora Katrina Gulliver. "La gente siente que ya no debe ser juzgada por nada de lo que hace y eso se une a un nuevo narcisismo. Internet te permite presumir de una manera que nunca antes existió y en los próximos años veremos si la generación que creció con Facebook no tiene que lamentar la cantidad de detalles que compartió".

De nuevo atrapados en la paradoja, arrastrados por lo que tres investigadores coreanos catalogaron como «la fatiga de privacidad», es decir la sensación de cansancio psicológico que nos provoca nuestra falta de habilidades para gestionar eficazmente nuestro anonimato en el laberinto de internet y las redes sociales.

«Necesitamos generar una nueva cultura digital para dejar de aceptar condiciones con alegría», dice Liliana Arroyo, optimista, pese a todo, pese a aquella frase de Mark Zuckerberg en 2010, antes de que se le acumularan los dolores de cabeza: «La privacidad ha dejado de ser una norma social», aventuró.

Quizás el concepto de privacidad no ha cambiado, sólo ha cambiado el tamaño de la plaza del pueblo. «Antes, en tu pueblo, todo el mundo sabía que eras el hijo de la Carmen pero fuera de allí nadie te conocía. Y te morías y se acabó», asegura Jorge Campanillas. «Hoy te mueres y tus datos se almacenan, nada se pierde. Hoy nunca sales del pueblo, porque el pueblo es global».
Fuente: Diario El Mundo

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