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Hay muchas maneras de contar la historia. Pocas de ellas nos sumergen en la experiencia de revivirla como los museos.

En San José, quien resguarda el testimonio de los inmigrantes que llegaron a partir de 1857 para fundar la colonia, es el Museo Histórico Regional.

Desde 1957, cada rincón de sus rincones alberga algo de usos, costumbres y valores de aquellas familias, muchos de los cuales –con los matices propios de la época- se sostienen hasta la actualidad.

Con su director como aliado, elegimos este lugar para conmemorar este 2 de julio el 165° aniversario de la ciudad.

El Prof. Hugo Martin seleccionó algunos objetos, oficios y vivencias de aquellos tiempos y a través de su relato evocamos la casa de nuestros abuelos.
El cofre de los tesoros familiares
De gran porte y construido con dura madera, pesado, de variados modelos y formas, de colores diferentes y con multiplicidad de herrajes. Los había con vidrios biselados o sin ellos, con puertas pequeñas en la parte superior y grandes en la inferior. Algunos tenían mármoles labrados o lisos y con finas terminaciones.

Hablamos del aparador, mueble que en cada hogar no faltaba y donde se guardaban los utensilios de la comida y también las lozas, los tazones del desayuno, las botellas recubiertas de mimbre, el cucharón heredado y los platos que sólo eran utilizados en momentos especiales.

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El aparador era considerado como un cofre donde se resguardaban los tesoros familiares que traían al recuerdo de los mayores. Muchas veces infranqueable para los niños, o casi prohibido abrir sus compartimentos para evitar la rotura de algunos de sus componentes.

Nos remontamos a la Colonia San José y podemos situarnos en la cocina o en el comedor diario donde encontramos estos muebles tan emblemáticos para la familia que formaban parte del decorado de la habitación y no pasaban desapercibidos. En sus cajones podemos localizar los tenedores de alpaca traídos de Europa y que fueron heredados, los platos de loza decorados en colores azules con guardas floreadas, las tazas de grandes dimensiones y sin asa donde se colocaba el café con leche y muchas veces el pan picado para el desayuno antes de partir a las tareas del campo o a la escuela. Un desayuno que, además, se complementaba con dulces caseros, la manteca artesanal y con el producto de la carneada.

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Si accionamos de los herrajes lustrosos y abrimos las puertas superiores encontramos, apilados, los platos más chicos utilizados para el postre, y que forman parte de un juego fantástico compuesto por muchas piezas. También algunas copas de fino cristal o vasos labrados como asimismo una jarra de loza utilizada para el agua. Muy cerca de estos, un envase para el vino que se llevaba a la mesa, con un cierre en su parte superior que asemeja a una bola labrada donde la luz del candil se reflejaba formando colores y figuras amorfas.

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Jarra y jofaina Agrandar imagen
Jarra y jofaina

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En los cajones del centro, siempre se guardaban las telas finas formadas por el mantel, las servilletas, bordadas a mano y con una delicadeza tal de un vestido renacentista. También encontramos el delantal de granité de uso especial, con bolsillo en el frente, una cinta para atar y un decorado de volados de seda fina y que era utilizado en las ocasiones que ameritaban su admiración. En estas gavetas también solían guardarse las agujas para el tejido invernal, y los ovillos de lana de múltiples colores y dimensiones

En la parte inferior, ya más amplia, las puertas se separaban parar dar lugar a los objetos más grandes y pesados y que componían el almuerzo familiar. La sopera de loza labrada con tapa y el cucharón listo para su uso, la guisera algo más pequeña, los vasos gruesos, platos que componían el juego general y también alguna que otra lámpara para las largas noches invernales prestas para la lectura de las cartas lejanas .

El aparador siempre fue el lugar preferido para los más pequeños, pues muchas veces se guardaban las carameleras que contenían estas delicias confeccionadas con miel y azúcar, o las galletitas caseras y ni pensar en algún dulce frutal.
Momento del aseo: jarras y jofainas
Elementos guardados celosamente, utilizados solamente por los mayores de la casa, frágiles en su accionar y de una belleza singular. Estos eran los utensilios que se estilaba para el aseo personal diario: las jarras con sus jofainas.

Las había de loza, de porcelana y de metal, todas decoradas con imágenes singulares de flores, colores dispares o grabados en la misma aleación. Formaban parte del juego la jabonera y el guarda peines ornamentados con las mismas estampas.

A la mañana, al momento de levantarse, el aseo personal de la familia comenzaba con el lavado utilizando el agua que generalmente extraían del aljibe. Fresca y transparente, traía la pureza del centro de la tierra que mezclada con el jabón perfumado formaban un complemento perfecto para la piel.

Estos adminículos fueron traídos en muchos casos por los inmigrantes y otros adquiridos en la región, generalmente con el sello de fabricación de Holanda o Francia. El devenir del tiempo y la implementación del agua de red, hizo que caigan en desuso y hoy son requeridos como elementos decorativos en las hogares.
Entre ollas y comidas

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Si hablamos de nuestros abuelos inmigrantes, uno de los legados indiscutibles fue la confección de la comida. Muchas recetas fueron traídas de los Alpes durante el proceso migratorio fundador de esta Colonia, a partir del año 1857.

Algunos sabores fueron modificando su estructura pues los elementos para cocinar no eran los mismos producidos en las montañas que aquellos de la llanura, pero eso no menguó su afán de otorgar a cada plato un toque especial, diferente como queriendo perpetuar el recuerdo culinario heredado de sus mayores.

Entre los elementos traídos en los granes baúles encontramos las ollas, de variadas dimensiones y materiales.

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Las cocinas de metal, pesadas y grandes, contenían las ollas que durante todo el día mantenían el agua caliente, pues los leños jamás dejaban de emitir la luz rojiza que simbolizaba el calor circundante. Sobre ellas se ubicaban las marmitas de diferentes tamaños y funciones. Las de hierro donde se cocinaba la comida diaria, desde la sopa, las carnes y los guisados compuestos por las verduras de la propia huerta.

Temprano, por la mañana comenzaba la tarea de la cocina, primero con el desayuno compuesto por leche, manteca, dulces y pan, todo confeccionado en el hogar.

Luego que cada uno partía a cumplir sus funciones ya sea en la escuela o en la chacra, se iniciaba el proceso de cocinar para el almuerzo. Es así que el fuego se avivaba y las ollas con el agua estaban prestas a recibir los elementos para su cocción.

También existían las de cobre, destinadas especialmente para la confección de los dulces de frutas, que también se recolectaba en la quinta familiar. Es así que las naranjas, duraznos, peras e higos se transformaban en manjares que eran suministrados por la madre de manera racional para que de este modo su permanencia sea larga en los meses.

Otra, un poco particular, es una olla que se utilizaba para tostar maní, con una tapa pequeña en la parte superior y una manivela que movía una suerte de aspas internas.

No podemos dejar de nombrar las tradicionales de tres patas, utilizadas generalmente en las carneadas o también para cocinar grandes cantidades de comida en la época de trilla. Aquí, cuando ya la cosecha estaba lista, se reunía toda la familia y vecinos para poder recoger el fruto de la tierra sin descanso, pues debían evitar las grandes lluvias que podía perjudicar la actividad. Es así, que estas ollas de gran porte, se trasladaba por los campos y eran utilizadas para cocinar a todos los trabajadores. Es de imaginar las grandiosas cantidades de choclos, carnes, zapallos, moñatos, que se utilizaban para alimentar a casi un ejército de colonos.
El oficio de lechero
"...Dos vacas con su cría, preñadas o recién paridas".

Esta era una de las cláusulas, dentro del Contrato de Colonización, que firmaba cada inmigrante que llegó a la Colonia San José en el año 1857. Urquiza, además de otorgarles las tierras, caballos, bueyes, semillas también se hizo cargo de enviar carretas con carne y harina en los primeros tiempos.

Aquí comienza la cría de ganado vacuno como una de las fuentes de trabajo y alimentación de las numerosas familias que componían la Colonia. Con el transcurrir de los años, el centro de la localidad fue acrecentándose con muchas casas, negocios de ramos generales, profesionales o familias que se establecieron alrededor de la plaza. Es así que la profesión del lechero fue predominante y necesaria para abastecer a estas familias desde el campo con el oro blanco tan necesario en las cocinas hogareñas.

Cuando aún faltaba mucho para que los rayos del sol calienten la tierra y derrita la escarcha del crudo invierno de la Colonia, la familia salía con los baldes de latón y se dirigía a los corrales donde las vacas aguardaban la ración diaria de comida antes del ordeñe. Las maneas, de cuero, estaban colgadas en los galpones y eran utilizadas para atar las patas traseras de manera tal que inmovilizaran al animal durante la extracción de la leche. Balde tras balde sumaban para ir guardándose en tachos que luego serían repartidos en cada hogar.

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En sus inicios el carro lechero, con huecos que permitían calzar perfectamente cada tacho, servía para el transporte. Construido de madera, rústico y con grandes ruedas amortiguaba el impacto de las calles empedradas, evitando derramar el preciado líquido. Con el tiempo fueron reemplazados por sulkys, cuando lentamente el oficio no fue tan requerido.

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Cuando los recuerdos llegan y las historias orales de las familias reivindican el oficio del lechero, no podemos dejar de recordar al Sr. César Velzi, oriundo de la campiña sanjosesina, descendiente de inmigrantes italianos, trabajador del campo como su padre y su abuelo de quien heredó la profesión.

Muchos lo hemos visto durante décadas llegar desde su campo al pueblo para repartir en los hogares uno, dos o tres litros de leche. Recorría no solamente el centro, sino que también los barrios esperaban su llegada. Con su sonrisa siempre a flor de piel, saludo cordial y una conversación interesante sobre las actividades del campo, era la visita diaria esperada. Con su trabajo sostuvo la familia y brindó a sus hijos estudios y profesiones diversas.

Su esposa María Viollaz, descendiente de saboyanos, fue quien también apuntaló su trabajo diario en el tambo como también en el trabajo de la tierra. Familia muy conocida en nuestra zona han sabido granjearse el respeto y el aprecio de quienes los conocemos desde hace muchos años. Conservan aún el campo heredado y es un placer visitarlos, pues la tranquera siempre está abierta y no es necesario pedir permiso para entrar, somos recibidos con los brazos abiertos.

En San José también existieron y persisten otras familias que se han dedicado al tambo como fueron las familias Bourlot, Oradini , Delasoie, entre otras.
La costura: momento sublime
Una de las remembranzas que trae a nuestra memoria es la que utilizaban las abuelas y que han pasado a ser herencia familiar no solamente física sino que también en conocimientos y prácticas: la máquina de coser.

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Este artefacto era guardado como un botín de guerra, custodiado celosamente por la abuela quien era la única en colocar sus ágiles manos sobre ella.

El momento de la costura era sublime en cada hogar. Los más pequeños revoloteaban alrededor de la máquina buscando conocer cada sector y su funcionamiento; detenerse a observar esa aguja que tan velozmente se introducía en la tela era algo que no tenía una explicación para los jóvenes. El accionar sincronizado y ágil del pedal con su sonido tan particular era realmente logrado por alguien con mucha experiencia obtenida de largas horas de aprendizaje y experiencias.

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Las adolescentes iban lentamente aprendiendo el oficio, preguntando, ensayando con moldes artesanales, realizando los primeros zurcidos en retazos de telas hasta ir logrando la perfección en cada detalle.

La gran incógnita y el placer de este momento era revisar los cajones de estos instrumentos. Generalmente estaban ubicados en sendos costados y uno más pequeño y largo en el frente que contaban con el orden y la ubicación de cada elemento que solo eran percibidos por la propietaria. Siempre se encontraban elementos inauditos, heterogéneos, curiosos, de utilidades varias pero que cumplían una función primordial en cada paso de confección. Como premio y deleite la abuela siempre guardaba, en un frasco y en el fondo del cajón, una confitura para los pequeños, los caramelos de miel, confeccionados totalmente de manera casera con el producto de sus propios panales y cocidos en la cocina a leña. Era el momento del regocijo y del placer de deleitarse con tremendo obsequio.

Y de esta manera se pasaban las tardes, en el invierno lluvioso, entre dedales, agujas de diferentes tamaños y utilidades, tijeras, reglas, moldes y telas de variada calidad destinadas al trabajo diario las más rústicas, y a las de fiestas con finos y delicados trazos a las destinaban una dedicación de mucho tiempo.

Al finalizar el momento, se guardaban todos los elementos, cada uno en su respetivo lugar de manera tal que para la próxima fueran hallados con facilidad. Una cobertura confeccionada al telar o simplemente con arpillera bordada de manera delicada, servía para tapar la máquina a modo de resguardo y de seguir conservando los misterios de su accionar.

Hoy, muchas familias las siguen utilizando, y otras las conservan como un mudo testimonio del pasado y a manera de recordar épocas vividas y de seres que ya no están.
Fuente: El Entre Ríos

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