“Entré en 1963 porque le pedí trabajo a un administrador que había en ese tiempo, de apellido Perroni, que lo conocía porque vivía cerca de mi casa. Me dijo que sí, que cuando surgiera algo para hacer me iba a avisar. A los pocos días, creo que no llegó a pasar ni una semana, me llamó y fui contento. No tenía idea de cómo se hacía un diario, así que tuve que aprender”, comienza relatando sobre sus comienzos.
Como primera tarea “me pidieron que ordenara un poco el archivo, que una parte se había quemado y se habían perdido muchos de los diarios más viejos. Pero a mí siempre me llamaban las máquinas, entonces ni bien podía me metía a ayudar en el taller de impresión a poner hojas en la plana. Yo era chico y cargoso, entonces dos por tres me echaban cuando me ponía muy molesto”. Con la salida de uno de los tipógrafos, cuenta que “me metí y ya quedé trabajando como tipógrafo e impresor. Igualmente, todos hacíamos todo: de doblar diarios hasta tareas de mecánica cuando se necesitaba, porque nunca tuve ningún drama con el trabajo. En la década de 1990 pasamos al sistema offset y fue bastante complicado, porque la máquina era usada y tenía su desgaste. ¡Lo que nos costaba hacerla andar, porque no la conocíamos!”.
Cuando se produjo su incorporación al periódico “salía dos veces por semana, pero cuando surgió LT 26 el doctor Ricardo Maxit (exdirector y editor responsable) nos pidió volver a salir tres veces por semana como era al principio, para así competir con la radio. Al principio nos asustó un poco la idea porque era bastante trabajo, pero no nos hicimos rogar mucho y empezamos a trabajar”.
El oficio demandaba un trabajo consecuente y rutinario. “Entraba a la mañana a buscar el material que teníamos parado de la salida anterior, entonces empezábamos a desarmarlo para armar el nuevo diario. Igualmente, había muchos avisos y secciones fijas que no se armaban cada edición. Después seguíamos ubicando las noticias, todo con un componedor bien apretado, así podíamos pasar a la impresión”, revela.
Gajes del oficio
“Cada vez que se rompía una máquina era un drama. Había que llamar mecánicos de afuera y generalmente no nos querían enseñar, pero como a mí siempre me gustaba toda esa parte de mecánica uno de Santa Fe me explicó y aprendí mucho de él. A veces surgían cosas de último momento que debíamos resolverlas nosotros mismos, si no teníamos que terminar saliendo de urgencia a El Pueblo (diario de Villaguay) o estar toda la noche trabajando, porque el diario sí o sí tenía que salir”, da a conocer Juan.Insertar fotos por aquellos tiempos “era un trabajo que tenía sus vueltas. Se había comprado una máquina para grabar la imagen con un plástico. Me acuerdo que tuve que ir a Concordia un par de veces para que me enseñaran cómo funcionaba. Más adelante, como siempre me atrajo mucho cualquier máquina y más siendo nueva, se había traído una para hacer una especie de dibujos e historietas, que se debía fundir plomo para trabajar: se calentaba a leña, parecido a una cocina o una salamandra”.
Cuando la sede de El Entre Ríos se mudó de 12 de Abril 121 a Sourigues 27, recuerda haberse ofrecido “a trasladar la impresora plana del año 1923. Cuando la vieron desarmada, tenían poca fe que vuelva a funcionar. Me ayudaron a trasladarla unos muchachos que siempre estaban en la terminal esperando alguna changa. La llevamos en un camioncito que hacía fletes. Nadie se le animaba a semejante mole, pero finalmente la armé y la dejé funcionando lo más bien, después de haber tenido que ingeniármela con barretas y algunos fierros que me prestó un amigo que tenía un aserradero, para poder moverla. Mientras hacíamos la mudanza, al diario lo imprimíamos en la imprenta de Rodríguez Landini”. Cuando se sufría escasez de papel “salíamos a buscar rollos a El Heraldo (Concordia) y El Argentino (Gualeguaychú), que siempre les sobraban unos que no podían usar en sus máquinas. Para mover las bobinas, que pesaban como 300 kilos, inventé un sistema que permitía sacar el papel a través de una máquina casera y una guillotina, con unos caballetes, ejes y bolilleros, que me habían dado en un taller”.
A lo largo de tantos años de trabajo, el anecdotario es extenso. “En una época teníamos un compañero uruguayo que muchas veces se acostaba a dormir en el taller. Un buen día, Hugo (Pérez, también tipógrafo e impresor) que era bastante travieso desde chiquito, lo tapó con diarios y le puso unas velas a la vuelta como si fuese un velorio y nosotros seguíamos trabajando lo más normal, pero él ni cuenta se dio hasta que llegó la señora (Graciela Marcó de Maxit, la directora). Otra vez nos había metido mano en una máquina y nos descontroló el aire, que fue un trabajo tremendo volver a regularlo. Se llevó el reto de su vida y todavía se acuerda cada vez que me lo cruzo por ahí”, narra entre risas.