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Víctor Schiavoni, hijo de Víctor, de oficio ladrillero, hermano de cuatro -tres hermanos que viven en Tierra del Fuego y una que permanece en Entre Ríos-, fue un chico de misa y asistencia casi perfecta a la iglesia. Nació en la zona rural de Lucas González -a una legua del pueblo, dirá su tía Graciela- pero asistió a la primaria en el colegio “Castro Barros San José” de las Hermanas Terciarias Misioneras Franciscanas.

A los 14 años quiso mudarse a Paraná, donde completó el secundario como pupilo en el internado del Seminario “Nuestra Señora del Cenáculo”, en la zona del Brete: estuvo en el “Menor”, como se lo conoció. No llegó a completar los estudios en el Seminario Mayor y ordenarse sacerdote. Murió el 7 de septiembre de 1995. Tenía 17 años. Una leucemia feroz acabó con su vida en cuatro meses: le habían detectado la enfermedad en mayo de 1995. Entonces había empezado una rara devoción en el seminario: los religiosos creían en la existencia de un halo de santidad en Víctor. Lo decían por el modo cómo sobrellevó la enfermedad.

La enfermedad consumió su vida en pocos meses. Esos meses estuvo prácticamente aislado en una habitación del Seminario a la que tenían acceso solamente un puñado de sacerdotes. Ninguno de los compañeros de entonces -los primeros 90- pensaban en su faceta de santidad. Lo veían como a un chico normal, algo retraído quizá, pero no más que eso. Pero en aquellos meses previos a su muerte empezó a escribirse la historia sobre la incipiente santidad de Víctor Schiavoni.

“Los supuestos milagros son parte del relato”, reseña un estudiante del seminario “Nuestra Señora del Cenáculo” que fue contemporáneo al chico que ahora la Iglesia quiere poner en el camino a la santidad.

La novedad se conoció el pasado lunes en la Iglesia Catedral durante la misa de acción de gracias por los 25 años de ordenación episcopal de Puiggari. En ese ámbito, el canciller de la curia, Hernán Quijano, leyó una comunicación procedente del Dicasterio de las Causas de los Santos del Vaticano que anunciaba el inicio de la causa de beatificación y canonización de los siervos de Dios, Carlos Rodolfo Yaryez, fiel laico, Víctor Manuel Schiavoni, alumno del Seminario, y María Cruz López, fiel laica.

La comunicación del Dicasterio para las causas de los santos, fechada el 28 de marzo de 2023, indica que “no existen obstáculos para dar curso a la causa de beatificación y canonización de los mencionados siervos de Dios, y que se procederá según las normas establecidas para las investigaciones diocesanas de las causas de los santos”.

El camino a la santidad, no obstante, es complejo y largo.

Al fallecer una persona “con fama de santidad”, el obispo local y el postulador de la causa piden iniciar el proceso, presentando ante la Santa Sede un informe sobre la vida y virtudes de la persona. La Congregación para las causas de los santos examina el informe y dicta el decreto “Nihil obstat”, es decir, que no hay impedimento para iniciar los estudios en profundidad. El candidato es llamado Siervo de Dios.

Una vez que se tiene el “Nihil obstat”, el obispo diocesano dicta el decreto de Introducción de la Causa del ahora Siervo de Dios.

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A nivel diocesano se estudia la vida del siervo de Dios y se prepara un informe con testimonios y pruebas documentales que afirmen que efectivamente vivió como un santo, identificado con Jesús. Este informe, que requiere de años de trabajo, se envía luego al Vaticano para su análisis. Entretanto, el postulador de la causa difunde su devoción privada, de modo que se haga más conocida su figura.

La Santa Sede analiza los documentos presentados por el tribunal local y, si es el caso, declara que el candidato es venerable. Es decir, que vivió y practicó las virtudes cristianas en grado heroico: las cuatro virtudes cardinales (justicia, templanza, fortaleza y prudencia) y las tres teologales (caridad, fe y esperanza).

Para la beatificación de una persona cristiana, además de las virtudes heroicas, se requiere un milagro obtenido a través de su intercesión y verificado.

Las beatificaciones las realizaba generalmente el Papa, en la Basílica de San Pedro, en el Vaticano. Pero desde octubre de 2005, bajo el papado de Benedicto XVI, la Congregación para las causas de los santos dispuso para las ceremonias de beatificación la celebración en la diócesis que haya promovido la causa y, eventualmente, la realización en Roma.

Con la canonización, al beato le corresponde el título de santo. Para llegar a esto, hace falta otro milagro, ocurrido después de su beatificación. Al igual que ocurre en el proceso de beatificación, el martirio no requiere habitualmente un milagro. Esta canonización la hace el Papa en la basílica de San Pedro o en la plaza de San Pedro del Vaticano. En el caso del papa Juan Pablo II, las canonizaciones las realizaba en el país de origen del beato a canonizar durante sus viajes pontificios por el mundo. Mediante la canonización, se concede el culto público en la Iglesia católica. Se le asigna un día de fiesta y se le pueden dedicar iglesias y santuarios.

Cuando Víctor Schiavoni llegó al seminario tuvo como guía espiritual al cura Fernando Ezcurra, hermano de Alerto Ezcurra, el más cerrado integrista que fue un acérrimo opositor a la llegada de Esetanislao Estaban Karlic al frente de la Iglesia de Paraná. Cuando Karlic corrió a los hermanos Ezcurra del equipo de formadores del seminario, en el invierno de 1985, al día siguiente aparecieron pintadas agresivas en las paredes de la casa de formación sacerdotal muy críticas del actual cardenal.

“Víctor quería ser sacerdote. El propio padre Fernando Ezcurra lo llevó al seminario”, cuenta Graciela, tía de Víctor, que compartió la crianza del chico junto a la abuela, Antonia Battauz. “Era muy pegado a nosotras”, recuerda.

Su sueño era ser sacerdote. Pero llegó hasta quinto año de la secundaria como pupilo en el seminario. El 8 de mayo de 1995, durante una visita a la Virgen de Luján, apareció la primera señal de alarma. El 25 de mayo volvió de visita a Lucas y lo convencieron de ir al médico. No le encontraron nada particular. Volvió a Paraná. Falleció el 7 de septiembre de ese año.

-¿Era especial Víctor, le veían algo de santo?

-No, para mí era un chico normal, como cualquier otro. Nunca noté nada especial. No sé qué pudo haber pasado, si hubo algún milagro como dicen. Era un chico bueno, muy de la casa, de ir a misa, nada más. Los sacerdotes dicen que hubo algo especial porque él aceptó de buena manera la enfermedad y que nunca se quejó.

-¿Qué pasó después de que falleció Víctor?

-Lo trajimos para acá. Lo velamos en la iglesia de Lucas González y lo enterramos en el cementerio local. A veces vemos a algunas personas de Paraná que visitan su tumba, pero nada más.

Durante sus meses postreros en el seminario, Víctor permaneció prácticamente recluido. Su contacto con el mundo exterior sucedía a través de intermediarios, los sacerdotes Pedro Barzán, el entonces seminarista Mario Gervasoni -condenado en la Justicia por falso testimonio-, el ahora arzobispo Juan Alberto Puiggari.

La estructura funcional del seminario, entonces, estaba conformada así: el rector, cabeza máxima, era el fallecido Luis Alberto Jacob; por debajo, y como directores espirituales, estaban el finado Andrés Emilio Senger, y el ahora arzobispo Juan Alberto Puíggari; y como prefecto de estudios, el ahora canciller de la Curia, Hernán Quijano Guesalaga.

En una escala inferior, y como responsable de Teología, César Raúl Molaro, sacerdote agregado de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz del Opus Dei; y como prefecto de disciplina del curso propedéutico, Silvio Fariña Vaccarezza, también designado oficial de justicia.

Las críticas del proceso de beatificación de Víctor Schiavoni plantean que hubo un “armado” para buscar su santidad.

“Hoy pienso, desde la mirada de un adulto, que en aquel momento manipularon y administraron a Víctor como se administra un fenómeno. Había que ‘sacar entrada’, pedir permiso para verlo y siempre bajo la presencia supervisora de un veedor. Algunos nunca llegaron a verlo… y el mensaje que nos llegaba de él también era filtrado. Yo lo lloré, lloré su pérdida, me recuerdo junto a su ataúd y pegado a él al actual obispo, pero hoy ya no sé si lo lloré a él o a su relato. Sea como sea, en el fondo creo que también fue otro chico normal que fue atrapado”, recuerda un estudiante que fue contemporáneo a Víctor.

Otros testimonios recobran la figura extraordinaria del joven seminarista. Y destacan que “la manera en que asumió la voluntad de Dios fue heroica, viviendo el sufrimiento con gran alegría, habiendo descubierto su sentido redentor. Las sesiones de rayos lo dejaban realmente molido, hasta ni podía sostenerse en pie, pero él lo vivió todo sin quejarse. Para evitar las hemorragias le taponaban la nariz con algodón, y cuando cesaba de perder sangre la enfermera debía quitarle este algodón adherido ahora al interior de su nariz por la sangre seca, por lo que el tirón para extraerlo causaba un agudo dolor, a lo que él siempre reaccionaba con una sonrisa”.
Fuente: Entre Ríos Ahora

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