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Cada muerte de un chico por causas evitables es un nuevo fracaso como comunidad.

La muerte de Luana Jaqueline Almirón de dos años ayer a la madrugada no fue un accidente. Fue la consecuencia de la “infravida” a la que están sometidas cientas de familias concordienses a las que no llegan ni los más voluntariosos programas de inclusión.

Si uno recorre cualquiera de los asentamientos de Concordia (llamados también “villas miseria”) y observa las casillas de madera de material altamente inflamable, las precarias conexiones eléctricas clandestinas o la inexistencia de suministro eléctrico que obliga a alumbrarse con fuego, el hacimiento, los pisos de tierra, la falta de salubridad para el tratamiento de alimentos o mamaderas, llega a la conclusión de que el hecho de que no mueran más chicos en esos lugares es una cuestión de suerte.

Allí no hay red, no hay previsibilidad. El día a día equivale a la supervivencia. En el común de las casas de los concordienses si no hay instalado un disyuntor, la Cooperativa no habilita la conexión, pero en las villas concordienses no hay disyuntor ni llave térmica ni cables normalizados. Hay metros de cables que cuelgan sobre las calles y pasan por los patios mal aislados en flagrante peligrosidad.

En una recorrida por el barrio José Hernández esta semana, donde se levantan 26 casas para erradicar algunos de los ranchos que pueblan la zona cercana a la vía, los ocupantes de las casillas contaban que sus ingresos son “los planes” (en referencia a la Asignación Universal por Hijo) o el jornal de la cosecha durante la zafra. Otros le suman a los planes los ladrillos que queman en los hornos de la zona y casi todos lo que juntan del cirujeo: “son unas monedas, pero sirven por lo menos para comprar una leche”, contaba Flavia.

En ese barrio, son un “núcleo duro” de por lo menos 20 familias que están lejísimo de una posibilidad de inclusión. En la parte alta del barrio, están los que consiguieron un lugar en la Municipalidad y tienen más o menos asegurado el pasar. Pero el resto no tiene nada.

Una mirada en el Google Earth muestra las “manchas marrones” de Concordia. Son los barrios de casillas de madera predominantemente de ese color que se reproducen por cualquiera de los puntos cardinales y no sólo como cordón suburbano. En el barrio Las Tablitas, atrás del hospital Masvernat, hay familias en las que ningún integrante trabaja. Pero para colmo de males, se ha enquistado en el inconsciente colectivo la idea de que no trabajan porque no quieren.

El esquema de la fuerza laboral de Concordia es bastante sencillo. A grosso modo, de las 60 mil personas que integran la Población Económicamente Activa (PEA), unos 40 mil pertenecen a la zafra (citrus y arándano), 5 mil son empleados públicos, 5 mil empleados de comercio, unos 2 mil en la construcción y el resto se reparte entre empresarios, cuentapropistas, jubilados y el resto de las categorías.

Más allá de que la tasa de actividad de Concordia (la relación entre Población Económicamente Activa y la Población Total) es de las más bajas del país, la oferta laboral de Concordia es de muy mala calidad: en general empleo precario y temporario, mal calificado y probablemente también mal remunerado.

Y en estos indicadores que parecen fríos números de estadística está la madre del borrego.

Concordia vivió un derrotero de golpes en materia laboral que la hirieron gravemente: el cierre del frigorífico Cap Yuquerí, el de Pindapoy y el vaciamiento del Ferrocarril, le arrebataron más de 6 mil puestos de trabajo directos formales y bien remunerados.

El proceso económico que se puso en marcha en 1976, que Carlos Menem perfeccionó y que hasta ahora nadie revirtió, le quitó a la población primero el trabajo, después le dio Educación de mala calidad y después intentó convencerla de que no hacía falta trabajar, que con comedores, asignaciones y “planes” se podía subsistir.

Así la familia se disgregó, se perdieron los modelos a imitar de padres yendo al trabajo, el entorno social se enrareció cada vez más y la droga en los barrios le dio el tiro del final.

En estos lugares no hubo década ganada. En estos lugares ganó la desidia, la social y la gubernamental. Es tragicómico leer las declaraciones del delegado del COPNAF después de que se mueren los hijos de las familias pobres.

La suerte de estas familias es la de las estrellas de mar que quedaron en la orilla después de la marea alta. Pero en lugar de rescatarlas y devolverlas a la sociedad, se nos siguen muriendo enfrente de nosotros.

(*) Director del Diario Redes de Noticias
Fuente: Diario Redes de Noticias

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