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Cuando el visitante de la ciudad de Colón, en Entre Ríos, sale de la ciudad, por la ruta 130 en dirección a la Nacional 14, y a unos tres kilómetros a la derecha toma un camino de tierra que concluye en el río Uruguay, antes de llegar al pueblo de San José, descubre un verdadero paraíso donde piedras de todo tipo, tamaño y valor, lo cautivan inmediatamente.

Se trata del Museo y Reservorio de Piedras Semipreciosas, que incluye exposición y venta de artesanías en piedras, y cuya creadora y propietaria es Selva Gayol, una mujer nacida en Lomas de Zamora, pero que desde hace más de 25 años encontró en Colón un lugar donde reconciliarse con la naturaleza y al mismo tiempo poder dedicarse a una pasión que fue de a poco atrapándola luego de haber realizado las más diversas tareas en su vida.

En este lugar, donde se pueden observar también troncos petrificados de miles de años, que está habilitado al público todo el año y al que se accede en forma gratuita, la misma Selva (asistida sólo por su núcleo familiar) brinda una atención personalizada, además de ser una prolífica y dedicada artesana.

Pero es muy largo el camino que Selva recorrió hasta llegar a este presente que ella siente como "haber encontrado mi lugar en lo espiritual, ya que las piedras te transmiten una energía que viene de siglos".

Madre de dos hijas de 47 y 45 años de su primer matrimonio, Selva cuenta que "de chica viví en Pilar y General Rodríguez, pero luego de separarme viajé a Rosario, donde trabajé en el ámbito textil, y luego como cajera en varios comercios".

Nuevamente en pareja, comenzó a ayudar a su marido, que vivía de la actividad pesquera, en la ciudad de Puerto Gaboto, cercana a Rosario. Al tiempo, por referencias familiares ambos viajaron a Colón, una ciudad que en los '90 comenzaba a despuntar como un destino turístico importante.

"Mientras mi pareja era conductor en Flechabus, yo conseguí trabajo en el hotel Quirinale, el más grande de la ciudad. Ya entonces mi idea de la vida era saber adaptarme a todo lo que surgiera y pelearla".

Selva relata que "un día, viajando, descubrimos el lugar donde estamos ahora, abandonado, con el pasto crecido. No había nada. Nosotros vivíamos en la ciudad, con familiares, pero queríamos tener otro lugar más independiente. Nos encontramos con una construcción muy precaria, en forma de iglú, y nos animamos, de a poco lo fuimos limpiando y arreglando, para hacerlo habitable".

Entonces, el pequeño iglú comenzó a transformarse y cobrar vida. "Armamos un patio, y una cantina, los fines de semanas organizamos cenas-show, se convirtió en un club de campo y venían cantores de la zona, hacíamos parrillada, y festejábamos en los carnavales. De a poco, al lado empezamos a construir una cabaña, y hasta armamos un espacio para camping".

Pero para Selva y su esposo el panorama cambió a mediados de los '90, cuando las crecientes continuas transformaron el terreno y llegaron las inundaciones frecuentes. Lo del club de campo quedó en la historia, y durante un tiempo armaron un invernadero, donde cultivaban y vendían frutillas, y verduras varias.

"Justo por esa época - relata Selva- recorriendo una laguna donde había unos gansos nadando, yo los iba a buscar, y aparecieron piedras muy especiales, con agua en su interior, me dio curiosidad, empecé a averiguar, y eran hidrolitos. A partir de aquí comencé a leer sobre piedras, sentí que me empezaba a apasionar el tema y ahí empezó para mí un nuevo camino".

La historia de la ágata roja


Durante mucho tiempo, Selva se dedicó con entusiasmo a enseñarle a los chicos todo lo referente a las piedras, iba a las escuelas y era una forma de brindarles nuevos conocimientos acerca de la naturaleza. Pero obviamente Selva Gayol también tuvo su etapa de aprendizaje, y respecto a su iniciación cuenta que "cuando llevaba a mi hijo a la escuela, iba juntando piedras, y un día en la calle, un señor con aspecto de artesano, hacía lo mismo. Le dije: qué suerte, otro al que le gusta la piedra. Y me comentó que buscaba un ágata roja. Le ofrecí que viniera a mi casa y le daba una. Así lo hice, estaba muy agradecido, se presentó, y era chileno, se llamaba Mario Zárate".

Recuerda que "me ofreció enseñarme a trabajar la piedra si quería, porque tenía un taller de joyería en Buenos Aires, y era primer premio en Platería y Piedra. Cuando pude viajar, me daba cursos una hora diaria, yo dormía en la terminal de ómnibus para no molestarlo. Pero un día se enteró, y con su mujer me dieron un sofá en su casa, para que hiciera dos horas con el mismo pasaje y me evitara más viajes".

Más de 2.000 piezas en exhibición


Selva admite que "a veces soy extremista, me voy de un extremo al otro. Volví a trabajar de costurera por un tiempo, pero con el fin de trabajar las piedras, compré la máquina para cortarlas, empecé a hacer diseño y a armar talleres para formar gente. Empezaron a venir turistas de todos lados, yo ponía una mesa acá, y vendía piedras y artesanías".

Ante la creciente dedicación de Selva al tema de las piedras, la relación con su pareja se desgastó, y acordaron separar sus vidas. Un par de años antes habían adoptado un bebé, Danilo Marcelo, que hoy asegura ella, es uno de sus sostenes en la actividad que eligió.

"Buscar piedras -asegura- insume mucho tiempo, es recorrer lugares, cercanos y lejanos, tanto que llegué hasta Uruguay y Brasil, recorriendo minas, y también hacía intercambio con un biólogo. Conocí gente que compraba, y me ofrecían trabajo".

En su local, donde hay más de 2 mil piezas en exhibición, un verdadero patrimonio cultural, no alcanza la imaginación para comprobar la variedad de piedras existentes. "Vendo muchos dijes, colgantes, aros, y adornos hechos en piedra semejando animales, lechuzas, cisnes, aves, pero también piedras en bruto, desde ágatas y amatistas hasta rodocrosita y cuarzo rosa", destaca.

Recuerda que una vez llegó un periodista del New York Times, "y se interesó mucho por lo que hacía, también recibí a personajes más notorios, como Pérez Esquivel, o Abel Pintos, y hasta algunas modelos, que me compraron de todo".
Fuente: Diario Popular

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