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Chiche, como se la conoce no solo en el seno familiar, y a la que de la misma forma se la nombra en el grupo de amigos siempre renovados -no hay que dejar de advertir que es casi una proeza rumbear hacia el centenario- que ven en ella una mezcla de abuela atenta, madre acogedora y amiga con una serena placidez contagiosa; ha cumplido lo que son sus primeros 90 años. Dicho así porque con espíritu joven, mente lúcida y actividad incansable, sigue viviendo un “día a día” -un “carpe diem”- que parece eternizarse.
Sus tempranos años
Antes de entrar de lleno a compartir con ella pincelazos de su vida, le dejamos un lugar para que haga una referencia a sus primeros años. Es así como nos dice, y así lo hemos registrado en el grabador que nos sirve de utilísimo apoyo, con su voz todavía joven, “soy María del Carmen Spioussas, nací el 11 de junio de 1931 en mi casa de Colonia Nueva. Vine al mundo, como era habitual en la época, ayudada por la partera, Doña Juana, quien vivía en el barrio del puerto de Colón, frente a donde está hoy la Prefectura. Fui la mayor de diez hermanos. Me llamaban Chiche porque era el ‘chiche’ de la familia; primera hija, primera nieta y primera sobrina. Siempre me llamaron así, solo el padre Juan (un párroco) me decía ‘María del Carmen’, ya que no entendía por qué me dejaba llamar ‘Chiche’ teniendo un nombre tan lindo”.

Adentrándonos en la charla, reflexiona que por esas coincidencias propias de la época, “éramos diez hermanos y tuve diez hijos de los que hoy me quedan cinco vivos”, dicho esto con la entereza de una persona de fe inquebrantable, como es la suya: “Cuatro de ellos están muy cerca, en San José o en la Colonia y uno de ellos en Aluminé, en el sur del país, pero a Dios gracias los tengo a todos ellos muy cercanos a mi corazón”.
Una adultez anticipada por las urgencias del diario vivir
Viene luego el relato de lo que con nuestras palabras describimos como una muestra de su “capacidad de asombro”, cuando recuerda su emoción el primer día que fue a la escuela. “Íbamos a la escuela a pie, papá nos llevó una sola vez y después marchábamos solos, con frío, calor o barro. Solo faltábamos si llovía. Fui solo cuatro años, entre los 8 y los 12. En esos tiempos nuestros padres nos enseñaban a trabajar, en cambio hoy tienen 14 años y no saben nada porque en su casa los padres no les enseñan”. E insiste en sus dichos al explicar: “Me fui del colegio a los 12 años y en ese momento me hice cargo de la cocina, la comida de todos”. Aflora aquí el recuerdo que “alguna vez puse la olla con las verduras a cocinar y salí para sentarme al sol y cuando me acordé no tenía más agua en la olla”. “Cocinaba -añade- para mis padres y hermanos y también para mi abuela y tía paternas que vivían con nosotros”. “Mi padre -nos dice- tenía una carpintería, mi abuela se ocupaba de las vacas, ordeñaba y hacía queso y manteca. También se usaba la manteca para cocinar. La derretíamos primero, y después la conservábamos”.
“Nacíamos hilando y ahora todavía sigo tejiendo en mi telar”
Quinceañera, tuvo lo que cabría señalar un nuevo nacimiento, porque todavía conserva la impresión de que “nacíamos hilando”. Así fue -relata- que “a los 15 años me desligué de la vida hogareña y me dediqué al hilado y tejido”. Explica que era una de las tantas costumbres que trajeron de Francia sus familiares. “Habían traído las máquinas hiladoras de Francia, pero después mi abuelo empezó a fabricarlas acá. Mi abuela tenía unas ovejitas para tener lana, ella hilaba muy finito y confeccionaba enaguas que les llegaban a los pies. En nuestra familia se puede decir que ‘nacíamos hilando’. Ya desde chiquita una tía me enseñó a tejer con dos agujas. A los 15 años, convencí a papá para que me hiciera un telar. Papá fue a lo de Alicia Brouchoud a tomar las medidas y en una semana lo tuve, me hizo un telar mucho más grande de los que hay ahora. Fue en el taller de Alicia que descubrí que era lo mío. Con ella aprendí y trabajé. Papá también me hizo una hiladora con motorcito, y cargaba las baterías para que funcionara”. El hilado y el tejido es una práctica que lleva dentro de sí, en sus profundidades, y es un componente importante de su personalidad. Es así a esa altura de la charla, recuerda lo que les decía su madre: “El telar nos sacó de la pobreza”.
Recuerdos de la vida campesina
Pasa a rememorar “la vida en una Colonia que ya fue”. Dice que “en la Colonia era distinto, todos se conocían y también compartían. Íbamos a misa todos los domingos, nos encontrábamos a la salida con los vecinos y entonces se daban las conversaciones animadas en el atrio”. Recuerda también que “la más importante era la misa de ‘las 7’, la primera. La segunda era ‘a las 10’, era la misa de los ricos de la costa. En la primera se comulgaba y a las 10 no había comunión”. Luego de concurrir a misa y de los encuentros amigables con vecinos que a ella seguían, agrega que “al terminar la misa yo iba a la biblioteca y sacaba un libro todas las semanas, novelas buenas. Era socia y todas las semanas cambiaba el libro que ya había leído por otro. Había otra chica que hacía lo mismo. El domingo lo pasaba leyendo la nueva novela. Eso fue hasta que me puse de novia”.

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Un intermedio para no dejar olvidada a “la carneada”
Dio la casualidad que el día que nos juntamos con Chiche su familia estaba carneando unos animales. Así que no faltó el recuerdo de otra costumbre, la que todavía sigue viva en muchos lugares, y propiamente en su familia, cuál es la de la tradicional “carneada”. La carne, las morcillas, el queso de chancho, todo perfectamente conservado gracias al frío: “Heladas eran las de antes” y sonríe cuando explica que “era una vez al año, una fiesta”.
Noviazgo, matrimonio, y la fundación de una nueva familia
“Tenía poco más de 15 años cuando conocí a mi marido, Luis Feliciano Bastián. Había bailes en La Porteñita y La Marcianita de Hughes, pera sabía de ellos solo por mentas. Siete años de novio, yo no entiendo como mi marido aguantó todo ese tiempo sin que fuera al baile. No me daban permiso, ni aún cuando fuéramos con la madre y las hermanas de mi novio. Mis amigas se reían de mí y me decían que así no iba a encontrar novio y al fin lo conocí... en la Iglesia”. Recuerda que “en casa había cancha de fútbol, había montón de gurises que los domingos se juntaban a jugar. Y una de esas tardes llegó a la canchita Luis Feliciano Bastián, Luisito”.

“Él era de Colonia Nueva al Norte”. Y acota, “mi marido fue el amor de mi vida, cuando estaba en la conscripción nos escribíamos cartas, él las guardó todas, yo algunas. También si algún domingo llovía y no podía venir a visitarme, le escribía. Me gustaba estar con él, acompañarlo”.

Se casaron el 3 de noviembre de 1953. Al recordar los preparativos de su casamiento explica que para esa ocasión hizo el traje al padre, el “trajecito” a la madre y el traje de civil para ella. Ella quería hacerse el vestido de novia, pero la madre la convenció que iba a llegar muy cansada. Pero Chiche no se quedó quieta. “Bordé cinco juegos de sábanas, de día trabajaba al telar y de noche bordaba”. Luego explica que una vez casada primero vivieron con sus suegros, “pero con mi marido queríamos independizarnos, a él no le interesaba nada la plata, nunca pensaba en la herencia. Fue así que en 1958 compramos un pedacito de tierra con la ayuda de mi padre. Cuando fuimos a ver donde era, nos encontramos que allí había solo un galpón y un rancho de barro. Sin pensarlo mucho nos largamos al agua, con dos hijos y un tercero en camino. Un albañil iba a ir para ayudarnos a construir la casa, pero nunca fue y pasó el verano. Recién conseguimos ayuda ya entrando al otoño, entre el albañil, un peón y mi marido levantaron la casa en tres meses”.

La vida verdadera estaba en una familia grande y en el trabajar con empeño. Es por eso que con una mirada con un dejo de orgullo, se la escucha afirmar: “Yo, a los 12 días de haber nacido mi hijo, acarreaba agua y juntaba los huevos de las gallinas, entre otras tantas cosas. Mi vida cambió un cien por cien cuando me casé, de cocinar y tejer, pasé a carpir la tierra, recoger naranjas, ordeñar las vacas. Pero nunca me arrepentí, fue un gran cambio. Solo teníamos un sol de noche (una maravilla que ya no se conoce y que era un farol que se alimentaba con kerosene gasificado), nada de motor para la luz. Nosotros, ya afincados, teníamos unas vaquitas y empezamos a ordeñar, hacíamos queso y contábamos con 500 gallinas”. Remarca, seguramente por el contraste con cómo son las cosas hoy en día y más atrás todavía que “con 500 gallinas se vivía en el campo!!!”. Todos trabajaban, y el orden metódico de sus vidas les permitió salir adelante: “Mi marido plantaba maíz y trigo para alimentar las gallinas y moñatos y papas que vendíamos en San José. También teníamos chanchos. Yo iba y compraba todas las provisiones para la semana con lo que se sacaba de la venta del queso. Ahí tejía solo para mis hijos”. Un detalle anecdótico la pinta de cuerpo entero: “Mi suegra no quería que los vecinos me vieran trabajar en la chacra, por los comentarios y mi marido le dijo a su madre, ¡van a decir que es trabajadora!”.

“Cuando mis hijos fueron más grandes, volví al telar, había tres telares en mi casa, tejíamos dos de mis hijos y yo. En esa época se vendían muchas mantas en la zona y en otras partes. Alicia Brouchoud también llevaba a La Casona, había noches que se vendían hasta tres”.

Hoy Chiche sigue tejiendo, realizando verdaderas maravillas, que no solo asombran por su perfección sino también por todo el amor que pone en cada una de las piezas que teje.
Chiche, una mujer de fe
No puede dejar de mencionar el lugar que la fe católica ha ocupado siempre en su vida. Recuerda que dio catecismo en su casa a partir de los 12 años hasta que se casó. Añade, “mi familia era muy religiosa, yo siempre rezaba el rosario a la noche. Papá y mamá se acostaban y todos los hermanos arrodillados alrededor de la cama, rezábamos. Cuando me casé no rezaba tanto, pero todas las noches cuando mis hijos se iban a dormir les daba un beso y les hacía la señal de la cruz en la frente. Algunos rezaban el rosario conmigo. Nunca perdí la fe”.

Al final, la charla la vuelve nostálgica, sin que en su caso no haya otra cosa que sinceridad, que dice de la añoranza de una felicidad, a la que la retrospección carga de una energía, la que en la actualidad la mantiene viva. Es cuando se la escuchó decir que “la vida antes era mucho más linda porque la gente trabajaba, vivía de su trabajo. Todos lo hacíamos y ahora solo se ven manifestaciones que reclaman subsidios y planes. No salía de la casa, me dediqué a mis hijos, a mi marido y a mi trabajo. Todos mis hijos aprendieron desde chicos a trabajar. Nunca me dieron trabajo, pastoreaban las vacas de un lado para el otro. Nunca nos faltó nada, nunca. También se divertían, mis hijos y sus primos se reunían en la casa de mis padres, eran terribles, hacían travesuras, todos los chicos juntos, ¡lo que eran!”.

Y termina con una confesión: “Ya no sé cuántos nietos y bisnietos tengo”, sin decir nada de todos los que, con seguridad, espera todavía ver…
Fuente: El Entre Ríos

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