Editorial

Otro ciclo de grandes migraciones: Entre la identidad y el mestizaje

Las personas que vivimos en el mundo actual damos ejemplos, a diversos niveles, de una creciente trashumancia, entendiéndose por ésta el partir, desde lo que cabe denominar el “lugar de origen”, en un peregrinar de duración y dirección que pueden ser indeterminadas, con la esperanza de encontrar otro sitio en el que su vida pueda volverse mejor.

A la vez la trashumancia puede ser individual, familiar, o de multitudes de miembros de una determinada sociedad. En la actualidad se dan los tres tipos de migrantes. Pero a la que es necesario atender es a las que se conoce como “grandes migraciones”, que tienen que ver con las oleadas de una corriente migratoria capaz, por su magnitud, de desacomodar al mundo comenzando por los países por cuyo territorio atraviesan, y aquellos en los cuales terminan instalándose en forma permanente.

En la actualidad asistimos a dos grandes corrientes migratorias de esas características. Una que invade a Europa desde Asia Occidental y África Central. Otra de latinoamericanos, mexicanos y centro americanos, que irrumpe hacia los Estados Unidos.

En menor medida, y mirando a nuestro entorno, la migración que se dio desde las provincias de la periferia de nuestros países hacia los grandes núcleos urbanos. A la que ha seguido la de paraguayos, bolivianos y peruanos.

No contamos la de venezolanos, ni la de cubanos, porque se trata de migraciones atípicas si se las contrasta con las otras.

Frente a toda migración masiva, existe la probabilidad de una actitud de resistencia y rechazo por parte de la población establecida. En algunos casos como consecuencia de que se vea en los recién llegados a competidores en el acceso a una demanda acotada de trabajo. Pero sobre todo ese rechazo es en mayor medida cultural, ya que, inclusive, impide ver al otro como alguien merecedor de respeto y de una buena acogida, para rebajarlo a la condición de intruso.

Antes de seguir adelante, se debe destacar lo que suena a una obviedad: el que nadie se va de su terruño si en el mismo la vida le es, por lo menos, soportable. De allí es que se hayan planteado una serie de soluciones que pecan la mayoría, por no decir todas, de querer frenar la emigración.

Es que si se parte del hecho que el que quiere irse no está bien donde se encuentra, aparece como lógico suponer que de lo que se trata es de retener a los potenciales migrantes en el lugar donde viven mejorando sus condiciones de vida, y haciéndoles entrever la posibilidad de un futuro mejor, allí donde están. Para ello solo hace falta invertir una masa ponderable de recursos en esos lugares. Planteo que además de no computar la dificultad de llevar a cabo en forma más o menos rápida, aunque no instantánea, los cambios culturales necesarios para el desarrollo integral de esas comunidades, se tropieza con el obstáculo mayor que significan gobiernos corruptos, que desviarán a sus bolsillos la parte mayor, sino toda, la ayuda internacional prestada.

Como se ve, se trata de un problema difícil de encarar y mucho más difícil de encontrarle solución, aunque la misma nunca puede pasar por dejar que los migrantes mueran ahogados en las aguas del mar Mediterráneo, o de hambre y sed en su peregrinar hacia ese Río Grande, donde Trump tiene la idea de construir otra gran muralla.

A la vez, y partiendo de la suposición que los migrantes lleguen a destino, se hace presente la cuestión no menos difícil del mejor tratamiento que se les puede dar. Una cuestión que cuenta con la dificultad sobreañadida de la confusión conceptual que en la actualidad se vive.

Es la que ha hecho que con significaciones distintas se ponga el acento en una valorización equivocada del concepto de identidad. Y se destaca lo de equivocada, porque la identidad en un valor que como tal nunca es despreciable. Y que viene a significar la misma cosa en los casos en que por una parte se habla de la “identidad mapuche” y por la otra de la “identidad germana”, ya que en el contexto en el cual ambas se invocan, aparecen como una valoración identitaria, tal como se señalaba, equivocada.

Es que unas y otras parten de su rechazo a la “asimilación”, entendiéndose por ésta una metodología enderezada a trasplantar en un pueblo los valores, costumbres, creencias religiosas y la lengua del otro.

Algo a lo que no se animaron siquiera nuestros constituyentes de 1853, que reconocían como sus iguales a los que desde Europa “bajaban de los barcos”, de donde ni falta hacía, hasta cierto punto al menos, “asimilarlos” y solo se ocupaban de lo que debía ser un “trato pacífico con los indios”, insinuándose como mecanismo de “asimilación” su conversión al catolicismo.

Es que tanto en uno y otro caso, partimos de presupuestos o posturas “fundamentalistas”, de esas que muestran que el lugar adecuado y hasta correcto en el mayor número de los casos es el del medio, y que colocarse en los extremos es lo que hace aumenten las posibilidades de errar.

Y en este caso, lo que se hace presente, es como existe una convicción cada vez con mayor número de adeptos en los antropólogos culturales, el de la identidad, considerado como lo que es, o sea un fenómeno cultural, no es un estado inmutable sino evolutivo, queriendo decir que acusa cambios y mutaciones a lo largo del tiempo.

Y es precisamente esa circunstancia la que permite la revalorización de otro concepto que pertenece al mismo ámbito, cual es el del “mestizaje cultural”. Que es precisamente el que se hace presente en toda sociedad en la que cohabitan grupos humanos de origen cultural diferente. Dicho en difícil, o de una manera que no resulta tan clara como lo es de precisa, “mestizaje es el encuentro biológico y cultural de etnias diferentes, en el que estas se mezclan, dando nacimiento a nuevas etnias y nuevos fenotipos”.

Es lo que ha sucedido en el pasado, que hasta cierto punto al menos hemos preservado en nuestro presente y que debe buscar la manera de consolidar en nuestro futuro partiendo de la premisa que se hizo carne en nuestros gauchos, y que debería hacerse igual entre nosotros que “nadie es más que nadie”. O como agregaba una vieja maestra “ni menos tampoco” redondeando el concepto.