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El martes pasado se cumplió el setenta y seis aniversario de la denominada revolución de 1943. No se trató de uno de los tantos golpes militares que han lastimado nuestra institucionalidad, sino de uno de reconocida trascendencia, y el que sin embargo aparece como sepultado en lo más profundo de la historia.

Una circunstancia que se ve corroborada con el silencio total en que a su respecto transcurrió la jornada pasada de ese día, lo que hace explicable que la mayoría de nuestros lectores ignoren que la frase con la que subtitulamos esta nota, corresponde a un verso de una marcha especialmente mandada a confeccionar por los insurrectos, ya en el poder, para conmemorar ese acontecimiento.

Con esa asonada se derrocó al gobierno del presidente Ramón Castillo, poniendo fin a un período de la historia conocido como la década Infame, que en realidad se había iniciado trece años antes -con lo que se ve que resulta casi una costumbre darle entre nosotros el nombre de décadas a periodos que se extienden por un lapso superior a los diez años- que había comenzado con otro golpe militar, el del 6 de septiembre de 1930, en el que fue derrocado el presidente Hipólito Irigoyen. Pronunciamiento con el que se interrumpió a la compleja, pero de cualquier manera ininterrumpida, continuidad institucional que se había iniciado con la presidencia de Bartolomé Mitre en el año 1863.

Aunque con la discrepancia lógica de muchos de los que vivieron esos tiempos, no suena, en tanto, a descabellada la descripción que de la revolución del año 30 hace un historiador, cuando considera al golpe del 4 de junio de 1943 como “la a contratapa histórica del golpe del 6 de septiembre de 1930, ya que en 1930 concluyó un gobierno legal y; en 1943 terminó un gobierno semilegal.”

A los fines de lo que sigue, con lo expuesto queda concluida nuestra referencia histórica, restándonos agregar que en ambos hechos, o sea tanto en el del 30 como en del 43 se asistió a la presencia de Juan Domingo Perón jugando en un segundo plano, en una actuación que en ninguno de ambos casos se la puede calificar de irrelevante. Añadimos lo obvio, a partir del proceso iniciado en 1943, fue Perón el que ha marcado nuestra historia hasta el presente, como nadie lo ha hecho.

El lapso histórico al que no estamos refiriendo si se lo hace llegar hasta el presente, puede servir mientras tanto para efectuar una suerte de juego literario, en el que, partiendo de la pregunta "qué hubiera pasado si… en lugar de..." se construye una "historia alternativa" verosímil. Un ejercicio al que efectuado con toda la seriedad se lo conoce como “ucronía”.

Se trata de una práctica que no es novedosa, y que como es el caso de quienes, según un autor francés, hablan en prosa sin saberlo, la practicaron políticos que en su momento sostuvieron el golpe militar del 43 pudo no producirse y que se preguntaban "si el general Agustín P. Justo, ex presidente también él y hombre fuerte del Ejército a pesar de su retiro, hubiera estado vivo".

Por nuestra parte no intentaremos partir de la pregunta acerca de lo que hubiera sucedido si al tratar de embarcar en la cañonera paraguaya en la que iba a marchar al exilio, en 1955; Perón al trastabillar se hubiera caído al agua del río de la Plata y muerto ahogado, en lugar de contar con la mano samaritana con que lo tomó el entonces canciller del presidente Leonardi, Mario Amadeo, y que le permitió recuperar su compostura.

En cambio, vamos a partir de dos situaciones en las cuales encontramos similitudes –que reconocemos opinables y hasta un poco forzadas- cuales son los derrocamientos de Hipólito Irigoyen y de María Estela Martínez de Perón.

Existe un importante nivel de coincidencias, por razones y motivaciones que no vienen al caso referir y que inclusive pueden ser motivo de valoraciones diferentes, como la naturaleza de la atmósfera de desafecto que, tanto en uno como en otro caso, se vivía en esos dos momentos, la que en ambos casos era muy grande.

Tan es así que en el de María Estela Martínez, en un momento posterior, ya alejado López Rega de las cercanías del poder, se llegó a asistir a una suerte de su “secuestro virtual”, cuando por “razones de salud” se la vio delegar sus funciones en forma transitoria en el Presidente provisional del Senado Ítalo Luder y marchar al interior acompañada por las esposas de los más altos jefes militares, en lo que se suponía el primer paso hacia su alejamiento definitivo, ya por renuncia, ya por el fallo de un juicio político.

Por nuestra parte ignoramos si pasó algo parecido en el caso de Hipólito Irigoyen endiosado y a la vez denostado, algo explicable porque se trataba de un líder popular merecedor del respeto, por parte aun de aquéllos por los que era malquerido, pero no resultaría extraño especular acerca de que de una manera más discreta, pero en lo que estaba presente idéntica intención, se hubiera podido dar antes del golpe militar del 30.

En ambos casos la “historia alternativa” sería la respuesta a la pregunta acerca de qué hubiera pasado si en ambas ocasiones se hubieran producido los alejamientos de esos presidentes respetando las vías institucionales – sobre todo cuando en principio existían hechos objetivos para aplicar esos remedios- consiguientemente sin romper la Constitución, sino respetándola y se hubiera seguido adelante ya reavivada la institucionalidad marchita.

De una cosa podemos estar seguro, cual es que a la postre los resultados no hubieran sido peores que el pantano en el que, en uno y otro caso, vinimos a dar. Y en el que, aun dicho de una manera que evita añadir ni siquiera una pizca de tremendismo- daría la impresión de que todavía seguimos allí, porque nunca hicimos lo que se esperaba de nosotros para poder salir del lodo… del todo.

Es que entre las tantas cosas que parecemos nunca haber aprendido desde nuestros mismísimos orígenes, y como consecuencia de lo cual pareciéramos no hacer otra cosa que insistir tropezando con la misma piedra, es la de desarrollar nuestra capacidad de consensuar, en cuya carencia debemos ver una de las causas de nuestros endémicos problemas.

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