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En una de las últimas ediciones impresas, hacíamos referencia al tramo de la ruta provincial 26 del Departamento Colón, sector ubicado entre los arroyos El Doctor y Perucho Verne, que espera, desde hace por lo menos un cuarto de siglo, ser reconstruido, cuando poco a poco a lo largo de ese lapso ha dejado de merecer el nombre de ruta, debido al maltrato sufrido por tanto tiempo sin reparar y la intensa circulación, que provocan espanto a los conductores de vehículos. Como detalle sobreañadido, cabe señalar que el presupuesto de esa “mini-mini-obra” es de treinta y seis millones de pesos.

Luego de ello, llegó a nuestras manos un documento de la Fundación Libertad en el que se efectuaba un análisis del costo anual que representa a las arcas públicas de las provincias de nuestro país, cada legislador. Cabe advertir que en ese monto, además de las dietas, se tiene en cuenta el total de los otros gastos que hacen posible el funcionamiento de cada una de las cámaras que integran.

No nos interesa avanzar en el comentario de ese informe, sino señalar que en el caso de los legisladores de nuestra provincia -que por su parte no se encuentran ni entre los que más, ni los que menos valen- el “costo total de funcionamiento” de cada uno asciende a la suma anual de 25.639.039 pesos, lo que significa que con una suma equivalente a una vez y media el costo funcional de un legislador -circunstancia con la que cabría abrir un interrogante acerca del número de ellos que realmente “funcionan”- se podría pagar el valor de esa reconstrucción tan esperada de la ruta que mencionamos.

Mientras tanto, y no solo por mera curiosidad, sino como un elemento importante de donde partir, para poder reclamar que de una vez por todas se encaren con la responsabilidad que corresponde los recortes en los gastos públicos, indispensables no solo para enfrentar la crisis que se vive sino para encarrilar definitivamente esos gastos en el marco de la austeridad republicana, se hace necesario contar con otros datos.

Como es el caso del “costo funcional” de cada concejal de las municipalidades provinciales y, como en el caso de los legisladores, cuál es su gasto anual global.

Y que no se nos diga que el resultado dará cuenta de un porcentaje en el monto total de las erogaciones gubernamentales que cabe considerar irrelevante por cuanto -aún en el caso que así sea y sin olvidar aquello de que “todo suma”- se debe seguir “podando”, tanto en ese ámbito como en lo que hace a la totalidad de las áreas del Estado.

Es por eso que se debe dar el reclamo permanente por parte de la opinión pública a los efectos de que la presión se haga tan fuerte, que se muestre como más que suficiente para vencer la resistencia de quienes integran esos poderes del Estado y los órganos municipales a que se ha hecho referencia.

Ello significa también que los jueces renuncien a ciertos privilegios -que más allá de lo que se diga y de las sentencias que así lo han declarado- no significan un ataque a la “intangibilidad” de sus remuneraciones, y como consecuencia de ello a la independencia, muchas veces tan solo aparente, de nuestros magistrados. Es decir que los jueces sean tratados, frente a leyes gravosas “de carácter general”, es decir leyes que nos alcanzan a todos, y en consecuencia no están redactadas con el objetivo de vejarlos, sino que deben aplicárseles como a cualquier hijo de vecino.

Lo que significa que ellos también deberían ser alcanzados por el impuesto a las ganancias y otros similares que todos padecemos; que se les deben aplicar las mismas normas previsionales que a todos los que se jubilan, y que deben acabarse las ferias judiciales de enero y julio, aunque en este caso es muy posible que esa modificación molestaría, más que a los magistrados a los abogados litigantes, a quienes de esa manera se los vendría a sumar a esa indispensable labor de poner la casa en orden, para que esta vez lo sea en serio.

Y precisamente por ello es que hay que cuidar que en el caso de las administraciones públicas a todos sus niveles -es decir, todas aquellas que dependen de los respectivos poderes o departamentos ejecutivos- se proceda de la misma manera.

Es que en caso de estos últimos, existe la sospecha, la que debe aclararse ya que no está fehacientemente comprobada, de que es más fácil “hacer trampas”, porque si los otros poderes del Estado son laberínticos y opacos en materia de gastos, lo es en mayor medida la rama administrativa dependiente de los poderes ejecutivos más arriba mencionados.

Se hacen así presentes en las administraciones nacionales, provinciales y municipales una miríada de asesores, los que en gran cantidad no hacen otra cosa que tener la posibilidad de poder utilizar una tarjeta con su nombre y cargo, cobrar un sueldo y entretenerse en amables tertulias, si es que ocasionalmente pasan por sus despachos.

Como también habría que acabar con la corruptela de nombrar como embajadores a quienes no lo sean de carrera y reducir el número de directores en las empresas públicas y organismos descentralizados a lo estrictamente indispensable, ya que esos destinos de otra manera se convierten en verdaderas canonjías.

O sea que habría que utilizar al máximo la imaginación para normalizar todas las estructuras estatales y ser mezquinos a la hora de pagar viáticos y pasajes para traslado en cualquier tipo de medios de transporte de funcionarios y empleados. Sin que ello signifique que, además, no exista una infinidad de cosas que deben corregirse, para contar con un aparato estatal con un tamaño adecuado y no solo eficaz y eficiente, en el que a la vez se haya corregido todo despilfarro.

La cuestión -o mejor dicho, el problema- gira en torno a la pregunta de si estamos en realidad dispuestos a hacerlo, más allá de las declamaciones incesantemente reiteradas. Las que se han hecho mientras se seguía, en el mejor de los casos, “haciendo la plancha”; la otra figura más realista es la que alude al agregado de nuevas “capas”, no precisamente geológicas, a las existentes ya que no hay nada más difícil de desarmar que las denominadas “quintitas” que se forman dentro de las burocracias.

Que es lo mismo que volver a advertir lo que señalábamos en el encabezamiento: a la hora de reducir el gasto público, nadie quiere bajarse del caballo.