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Estoy en uno de esos días, que no sé por qué mi tío me joroba siempre diciendo que “me he levantado metafísico del alma”. Porque parezco apichonado de cuerpo y cara, pero con la cabeza girando a toda máquina y llena de preguntas.

Algo que tiene una importancia mucho más grande de lo que parece. Porque no es tan sabido, a pesar de que se lo puede escuchar y leer a menudo, que las que son verdaderamente valiosas son las preguntas con mucha miga, y no las respuestas.

Ya que las preguntas tontas, casi con seguridad provocan respuestas que se le parecen. Aunque no sea ese el caso de aquéllas que no son sino un rito con el que “contactarse” como ahora se dice, aún en el caso que nos estemos viendo las caras, y cuya explicación, en parte, es una forma de “romper el hielo” y, en parte, una manera “de salir del paso”.

Se lo ve no solo cuando hablamos del tiempo -“que frío que hace ¡Dios mío! ¿Le parece que va a llover?” y cosas sesudas parecidas- o cuando al encontrarnos uno le pregunta al otro el clásico “¿cómo le va?” en sus muchas variantes y la respuesta no es el clásico “bien, gracias, ¿y usted?”, sino la verdad, o de una manera comedida un “realmente quiere que le cuente”, algo que no cae bien a quien hizo la pregunta inicial, ya que solo cumplía con un rito, sin que tuviera el más mínimo interés en saber cómo le iba al otro.

En mi caso todo fue el resultado de haber leído un artículo en una revista, de la cantidad de gente que vive sola, absolutamente sola, en muchos lugares del mundo, y no solo viejos aunque estos son la mayoría, hasta el extremo que suele suceder que cuando uno de ellos se muere en su covacha, pasan días y días antes que se lo encuentre muerto, y ello casi por una casualidad.

Es que eso me llevó a preguntarme, y me puso triste el hacerlo, acerca de cuál era el pensamiento que como un latiguillo les sacudía a esos condenados a la soledad, su cabeza. No sé si acerté o no al terminar pensando que ese latiguillo era una de esas preguntas que importan, porque se trata de aquéllas que las más de las veces no tienen respuesta posible, como sería, en este caso, si como pienso la pregunta es “¿a quién le importo yo?”.

Se lo conté a mi tío, me miró condolido y luego salió por la tangente diciéndome que esa pregunta era incorrecta. Agregando una cosa que todavía no entiendo del todo: ese “yo” de la pregunta no es en realidad un “yo”, porque todo “yo” necesita de la existencia de “otro”.
Y así me quedé, casi en ayunas…
Fuente: El Entre Ríos (edición impresa)

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