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Cuando me topé con Amartya Sen

Ignoro si estoy totalmente convencido de ello, o solo es la consecuencia de una moda. De allí mi escepticismo relativo, y con tendencia a teñirse de esperanza, cuando escucho hablar con insistencia del cambio cultural; de un necesario cambio cultural que deberíamos acometer, como solución a nuestro estado de crisis endémica, más allá de sus aparentes saltos y caídas.

Por Rocinante

Una actitud, la mía, que resulta explicable, hasta al menos cierto punto, por las aparentes fórmulas que terminamos considerando –falsamente- como si no fueran otra cosa que espejitos de colores. Pasando así por encima -junto a la pizca de verdad que se encuentra aún en la idea más descabellada- a la buena fe, que debemos considerar como existente, en quienes a lo largo de décadas han impulsado cambios con el propósito de revertir nuestra persistente debacle.

Fórmulas con las que se pretendía no hacer otra cosa que ejercicios de una magia, a la vez todo- poderosa y de resultados casi instantáneos que, en el tiempo que dura un parpadeo, nos sacaría limpitos y enteros del pantano.

Por más que con su descabellado uso y abuso, pareciera nos empecinamos en enterrarnos cada vez a mayor hondura, si nos atenemos a los resultados de su aplicación.
Un apretado derrotero
Si arrancamos desde los años 30’ del siglo pasado siguiendo el derrotero del cambio cultural, nos encontramos con el “fraude patriótico”, la unión de “la espada y la cruz” y “las tres banderas” que iban a culminar en una comunidad organizada capaz de vencer al tiempo; la demolición de ese fallido intento sin acertar en una alternativa superadora que nos llevó a la teoría de “los tres tiempos” de la llamada “revolución argentina”; al fracaso inmerecido, casi criminal, del proyecto desarrollista; la ilusión de la “patria socialista” incubada por una juventud que se proclamaba socialista y antisistema y por ende no democrática, al menos en el sentido republicano de la palabra; el endiosamiento del mercado y la minimización del Estado; la locura mesiánica de los militares del llamado proceso de reorganización nacional. Y no se agota el tema, podemos barajar, dar de nuevo y continuar.

Para llegar hasta aquí, con una sociedad de instituciones tambaleantes, una sociedad pulverizada, y la falla colectiva a la consigna de Alfonsín, mal entendida hasta por él, y que correctamente se debería reformular diciendo que, si con democracia republicana necesariamente no se come, no se sana ni aprende, de lo que debemos estar ciertos es que toda otra alternativa es peor, muchísimo peor, y hasta invivible, todavía.

Ahora de una manera por lo general implícita se comienza a hablar de cambio cultural, como el requisito fundamental para remontar la cuesta, aunque todavía no se ha puesto del todo en blanco sobre negro el tipo de cambio al que se aspira, y el que por momentos da la impresión de que se viene dibujando sobre la marcha.

Dicho esto no en son de crítica, sino advirtiendo de la necesidad de explicitar el contenido de ese cambio en la forma más acabada posible, de manera de lograr que, comprensión y consenso mediante, la sociedad toda o al menos una indispensable masa crítica lo acepte y al cambio se sume.

Es que no se puede dejar de pasar por alto que el reclamo de la adopción de un cambio cultural, tiene grandes similitudes con lo que en el ámbito religioso es una conversión, y desde otra perspectiva diametralmente distinta, se opone a la pretensión de parir un hombre nuevo, tal cual era el proyecto de las juventudes delirantes y peligrosamente iluminadas de muchos componentes de la muchachada del último tramo del siglo pasado.

De allí que no esté convencido de que el cambio cultural sin una explicitación mayor acerca de su significado y su forma de llevarlo a cabo, deje en claro que por tal se entiende la recuperación o regeneración de nuestros viejos valores actualizados en su presentación y que el empleo que hacemos de ellos, pase a ser visto como solo una parte –porque en realidad el cambio cultural tiene esa limitación- tanto de la solución como del problema.

Sobre todo si me asiste razón en una preocupación que no es solo mía, sino compartida por muchos. La que no es otra que la del tiempo, ya que un cambio cultural para que sea real y no simplemente cosmético exige del esfuerzo compartido de toda una generación.

Lo que es lo mismo que decir, paciencia y desprendimiento. Y de allí la pregunta: ¿habrá desprendimiento para que también se haga presente la paciencia? Más que con esa pregunta aquí nos encontramos frente al dilema que nos lleva hasta el meollo de la cosa.

Y fue cuando así reflexionaba que, tal como lo he indicado en el encabezamiento, que me topé con Amartya Kunar Sen, un filósofo y economista bengalí, ganador del Premio Nobel de Economía de 1998, quien con su trabajo en el campo del desarrollo económico ha tenido mucha influencia en la formulación del índice de desarrollo humano (IDH) de las Naciones Unidas.

Cabría además señalar, como detalle casi anecdótico que la obra más estimada es su ensayo Pobreza y hambruna, en el cual demostró que el hambre no es consecuencia de la falta de alimentos, sino de desigualdades en los mecanismos de distribución de alimentos. Algo que es consecuencia en gran parte no solo de nuestro malsano egoísmo, sino de nuestra crasa ignorancia.

Sen es una excepción entre los economistas del siglo XX por su insistencia en preguntarse cuestiones de valores, abandonadas en la discusión económica seria. Planteó uno de los mayores desafíos al modelo económico, debido a que el mismo era estéril y que sitúa el interés propio como un factor fundamental de la motivación humana. Y si bien su escuela continúa siendo minoritaria, ha ayudado a redirigir planes de desarrollo y hasta políticas de las Naciones Unidas.
La importancia necesaria y a la vez insuficiente del cambio cultural
Nos dice Sen que los sociólogos, antropólogos e historiadores han hecho reiterados comentarios sobre la tendencia de los economistas a no prestar suficiente atención a la cultura cuando investigan el funcionamiento de las sociedades en general y el proceso de desarrollo en particular.

Ya que si la cultura importa es porque no se puede partir del prejuicio de la existencia de un irreversible determinismo cultural, sino de la posibilidad de cambio, ya que no siendo la cultura, una misma cosa con la naturaleza, las culturas vienen a ser interdependientes, y que hace a la esencia de la cultura no solo la posibilidad de la trasmisión a toda sociedad de contenidos culturales de otra, sino el consecuente aprendizaje e incorporación de lo trasmitido a la propia cultura.

De allí que Sen critica a quienes hacen del determinismo cultural una suerte de condena de la que no se tiene escape, e ilustra su interpretación en la comparación que efectúan los politólogos entre Ghana y Corea del Sur como una prueba de la verdad de su teoría.

Estos estudiosos, partían del hecho que durante los años sesenta del siglo pasado, las economías de ambos países eran extremadamente parecidas. A lo que agregan el hecho que treinta años más tarde, Corea del Sur se había convertido en un gigante industrial con la decimocuarta economía más grande del mundo, corporaciones multinacionales, exportaciones considerables de automóviles, equipo electrónico y otras manufacturas sofisticadas, y un ingreso per cápita cercano al de Grecia.

Y no sólo eso: estaba en camino de consolidar instituciones democráticas. Mientras tanto en Ghana no había ocurrido nada parecido y su ingreso per cápita era ahora casi quince veces menor al de Corea del Sur.

De allí la tesis que si bien hubo muchos factores que habían entrado en juego la cultura debía constituir gran parte de la explicación. Y a ese respecto se señalaba que los coreanos del sur valoraban la frugalidad, la inversión, el trabajo duro, la educación, la organización y la disciplina. Mientras los ghanenses tenían valores diferentes. En pocas palabras, las culturas cuentan.

Mientras tanto Sen considera esa explicación como extremadamente engañosa. Al respecto destaca la existencia de muchas diferencias importantes —además de la predisposición cultural— entre Ghana y Corea en los sesenta, que pareciera no habían advertido quienes llevaron a cabo esa comparación que dio lugar a esa conclusión tan terminante.

En primer lugar, las estructuras de clase en ambos países eran bastante diferentes, y Corea del Sur tenía una clase comerciante mucho más grande con una participación más activa. En segundo lugar, la política era muy diferente también, y el gobierno de Corea del Sur estaba dispuesto y ansioso por desempeñar un papel primordial para dar inicio a un desarrollo centrado en los negocios, bajo una modalidad que no era aplicable en Ghana. En tercer lugar, la estrecha relación entre la economía coreana y la japonesa, por un lado, y Estados Unidos, por el otro, fue determinante, al menos durante las primeras etapas del desarrollo coreano. En cuarto lugar —y tal vez esto sea lo más importante—, para la década de 1960 Corea del Sur había alcanzado un nivel educativo mucho más alto y un sistema escolar mucho más extendido que el de Ghana. Las transformaciones en Corea se habían originado durante el periodo posterior a la Segunda Guerra Mundial, en gran parte gracias a una firme política pública, y no se podrían ver tan sólo como un reflejo de la antigua cultura coreana.

Es por eso que en base a lo que Sen tiene por un ligero escrutinio ofrecido, es difícil justificar ya sea el triunfalismo cultural a favor de la cultura coreana, o el pesimismo radical sobre el futuro de Ghana que la confianza en el determinismo cultural parecería sugerir. Ninguno de ellos podría derivarse de la comparación apresurada y carente de análisis que acompaña el diagnóstico heroico. Sucede que Corea del Sur no se apoyó únicamente en su cultura tradicional. Desde la década de 1940 en adelante, el país atendió deliberadamente a las lecciones del extranjero con el fin de utilizar la política pública para impulsar su atrasado sistema educativo.

Y Corea del Sur ha seguido aprendiendo de la experiencia global incluso hasta hoy. A veces las lecciones han provenido de experiencias de fracaso, y no de éxito. Las crisis del este asiático que ha abrumado a Corea del Sur, entre otros países de la región, hizo manifiestas algunas de las penalidades de no contar con un sistema político democrático plenamente funcional. Tal vez cuando las cosas avanzaron más y más en conjunto, la voz que la democracia otorga al más débil no se extrañó de inmediato, pero cuando sobrevino la crisis económica, y los coreanos fueron divididos y vencidos (como sucede típicamente en tales crisis), los nuevos depauperados echaron en falta la voz que la democracia les habría dado para protestar y para exigir un desagravio económico. Junto con el reconocimiento de la necesidad de prestar atención a los peligros de una recaída y a la seguridad económica, el asunto más vasto de la democracia en sí se convirtió en el foco de atención predominante en la política de la crisis económica.

Asimismo, la condena cultural de los prospectos de desarrollo en Ghana y otros países africanos es simplemente pesimismo apresurado con poco fundamento empírico.
De qué puede servirnos lo hasta aquí dicho
Creo que debe ante todo partirse de la base que no se trata de cosas descolgadas, y por consiguiente inútiles. Pero que igualmente chocan con los agoreros que creen lo contrario, partiendo de la convicción de que no tenemos arreglo, y que no saldremos del encharcamiento en que estamos metidos.

Pero lo que sí es cierto, es que salir del charco o del pantano no será posible sin un cambio cultural que lo posibilite. El que exige tiempo, paciencia y desprendimiento, o dicho mejor una vez más desprendimiento para que la paciencia no se termine de agotar.

Para ello contamos con una base deteriorada, pero que sin embargo sirve para de allí partir. Valores que la escuela sarmientina hizo plasmar en prácticas, instituciones que alguna vez funcionaron y de la que son testigos todavía presentes esos edificios sólidos y hasta majestuosos que se construyeron en lo que algunos mencionan como los tiempos de la República, y la inclusión social que imaginó Perón, y de cuya frustración empezando por él, todos somos un poco responsables.

Todo lo cual viene a decir que el cambio cultural es posible, y que para consumarlo no partimos de cero, a pesar de ese gran lastre (por llamarlo de alguna manera) del que debemos desprendernos.
Fuente: El Entre Ríos Edición Impresa

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