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Son muchos entre los estudiosos de los fenómenos históricos, quienes afirman que nuestro tiempo –era, edad, o como se quiera considerarla- está caracterizado por dos circunstancias, las cuales significan uno de esos puntos de inflexión que se han dado en el marco de la larga evolución humana, tal como fue el caso del aprender a encender el fuego, la invención de la rueda y la irrupción de la escritura como práctica, así como tantos otros que se sucedieron después. Todos ellos momentos cruciales de esa evolución a los que no les damos por lo general el inmenso valor que tienen, por cuanto desde antes del momento de nacer ya están incorporados a nuestra existencia.

Nuestro tiempo, como acabamos de calificarlo, está mientras tanto signado por dos circunstancias trascendentales como son por una parte “la aceleración de la historia” y por la otra el “achicamiento del mundo”.

Es así como se explica la aceleración de la historia, no por la desaparición del tiempo cronológico, sino por lo que sucedió en el ámbito de la historia humana, cuando en una sola generación, y hasta en lapsos mucho menores, se asiste a cambios científicos y tecnológicos, que de inmediato pasan a incorporar sus aplicaciones en nuestro modo de vivir, en contraste con situaciones anteriores en que las sociedades humanas -incluyendo la nuestra- “la forma de vivir” parecía ser siempre la misma, por la lentitud con la que se la veía cambiar.

Por su parte, el achicamiento del mundo es consecuencia de los avances tecnológicos que han permitido un progreso cada vez mayor en el ámbito de las comunicaciones –las que en cierta forma permiten el acceso a la “comunicación inmediata”, algo que provoca la sensación real que el mundo se ha vuelto más pequeño, y hasta cierto punto al menos, se puede considerar –no sin justificados reparos- que se ha tornado más manejable. Una circunstancia que fue entrevista por mentes con capacidad de “mirar lejos”, y a la vez por entrever acontecimientos futuros en sus gérmenes, casi escondidos en el presente.

Es lo que ocurrió con el sociólogo canadiense Marshall Mc Luhan, que ya en 1962 hablaba de “la aldea global” en la que se estaba convirtiendo nuestro mundo. Una manera, según nuestro parecer, de señalar que por primera vez en la historia se asistía a “un mundo que era un solo mundo”, en cuanto se mostraba totalmente interconectado.

Una situación que luego de la caída del Muro de Berlín, y el final de la denominada Guerra Fría, llevó a que el sociólogo estadounidense Francis Fukuyama en 1992, escribiera el libro titulado “El fin de la historia y el último hombre”, en el que exponía una tesis que en su momento fue calificada de polémica, cuando era a todas luces equivocada, en la que afirmaba que “la historia, como lucha de ideologías, ha terminado, con un mundo final basado en una democracia liberal que se ha impuesto tras el fin de la Guerra Fría.”

La historia, como sabemos por conocimiento propio, no llegó a su fin, pero es verdadero que aceleró un proceso de “globalización” que llevó a un mundo –ese mundo transformado en “aldea”- más integrado, relevante, sobre todo, desde una perspectiva economicista, según existe una coincidencia generalizada en la creación de un mercado mundial, que no contemple barreras arancelarias para permitir la libre circulación de capitales, bien sea financiero, comercial o productivo.

Ello, a su vez, ha llevado al surgimiento de bloques económicos, es decir, países que se asocian con otros para fomentar relaciones comerciales, como es el caso de Mercosur o la Unión Europea, que ha provocado un impacto extraordinario en el mercado del trabajo y comercio internacional.

Es por eso que cuando se habla en la actualidad de la brutal, desde todas sus perspectivas, agresión de Rusia a Ucrania, y se atiende a sus consecuencias en el campo de las relaciones económicas internacionales, las que por otra parte ya están a la vista de todos, se adjetiva esta situación de una manera acertada como “una fractura en un mundo globalizado”, sin llegar lamentablemente a poder vaticinar todas las consecuencias que, no solo a corto plazo sino a mediano y aún largo plazo, tendrá la actual situación.

De cualquier manera, lo que desde nuestro punto de vista –ya que consideramos lo que sigue es opinable- está ocurriendo no significa la desaparición de la “aldea global” –cuya existencia es un hecho- ni parte de una nueva ideología sino de “fricciones” severas y hasta malévolas entre quienes de esa manera mal conviven en ella.

Sí en cambio, provoca una fractura en el proceso de globalización, como consecuencia del cual – independientemente de los daños materiales, humanos y morales provocados por el magnicidio y por la brutalmente salvaje agresión rusa- se asistirá a un retroceso de alcances imprevisibles no solo en cuanto a su duración, sino a los realineamientos geopolíticos y a la reorientación de los flujos económicos y financieros que esta circunstancia acarrea. Ni hablar del deterioro que ello provocará en el campo de las relaciones internacionales, en contraste a la sensación de que veníamos ingresando en una nueva era después de la caída señalada del muro de Berlín y la implosión concomitante de la Unión Soviética.

Algo que lleva a preguntarse si de aquí en más –dejando de lado el fenómeno de los fundamentalismos y sus espantosas secuelas- no estaríamos ingresando en un periodo que, en lo que hace a las relaciones internacionales, sea solo una puja, menguada hasta la casi inexistencia de sustento ideológico –al fin y al cabo hubo quien entre nosotros expresara su preferencia por el “capitalismo en su variante china”- y todo en ese ámbito sea reducido a una confrontación por intereses que, en el fondo, no son sino de índole económica, cuando no meros motivos de prestigio.

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