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Como sociedad, de la que tantas veces no nos sentimos parte, no estamos todo lo sobrecogidos y conmocionados como deberíamos, ante el asesinato de Lucio Dupuy, ese niño pampeano que, después de ver transcurrir su existencia como en un infierno, resultó muerto a golpes de puño y patadas que recibiera, al menos en los tres últimos meses de su existencia, que son los únicos de los que se tiene registro.

Un asesinato que provoca un triple rechazo, ya que al hecho mismo, se agrega la edad de la víctima, y que su autoría es consecuencia del actuar “contra natura” de quienes, hasta por un imperativo de naturaleza instintiva, se las debía suponer impulsadas al trato amoroso de un niño.

De allí que en la muerte de Lucio, para que la misma no resulte en vano, debemos lograr encontrar, como modo de no incurrir en ella, una señal de la criminal ausencia del respeto a una de las obligaciones más importante de todo ser humano –ya que hace a su condición de tal- cual es lo que se conoce como el “deber de cuidado”.

El cual estuvo evidentemente ausente en sus guardadoras, en muchas de las persona que habitaban en viviendas vecinas a aquélla en la que se infligían los malos tratos torturantes –con la excepción de un solo caso-, en el personal hospitalario, al tomar forzosamente conocimiento de la secuencia de lesiones sufridas por Lucio al momento de tratarlo. Por su parte los policías que fueron impuestos de los hechos macabros que ocurrían y que, al parecer, se limitaron a prestar atención desde la calle, frente al lugar donde vivía Lucio con sus desafectos guardadores asesinos, a vocear la existencia de una denuncia en su contra, y se retiraron –sin retornar nunca al lugar- luego de no recibir respuesta alguna.

Quiere ello decir que en este caso se dio la presencia de un cúmulo de incumplimientos, en contradicción con el señalado deber de cuidado, aunque ellos fueran de gravedad dispar, y que de una manera azarosa vinieron a converger, con el fatídico resultado señalado.

Refirmando lo hasta aquí dicho, se hace necesario aludir a la circunstancia que, entre las diversas acepciones que se da en el diccionario a la palabra “cuidado”, la que se vincula con el deber de cuidado de carácter personal, que tiene por tal “la necesidad de poner diligencia, atención y solicitud en los demás”, lo que viene a traducirse en una “actitud de desvelo e interés por las otras personas”.

Cierto es que el primer deber de cuidado, es el que se presta a sí mismo, una forma de actuar que tantas veces transgredimos por no darle importancia alguna, o sea por “tenerlo sin cuidado”, como forma de ganar en salud y plenitud de vida.

Pero el deber del cuidado, se hace fundamentalmente presente, tal como se ha dicho, cuando “la existencia del otro tiene importancia para uno”. Actitud que lleva a que se atienda a ese otro dando muestras de su disposición de participar en su vida, en lo que éste requiera, con prolija responsabilidad. O mostrando hacia él la disposición para participar de su vida de una manera responsable.

Resulta fácil ilustrar esas teorizaciones con una infinidad de ejemplos que se pueden extraer de la realidad, y que demuestran transgresiones a ese deber de cuidado, que de una manera paradojal son más difíciles de descubrir en los casos en que esa obligación, no nos damos cuenta que no solo no está presente sino también incumplida.

Así, cabría señalar que un mal gobierno es aquél que descuida a sus gobernados, por lo que el primer deber que se incumple es el del cuidado. Por lo mismo que podemos decir que no nos cuida una justicia remolona.

Pero también, en los casos cada vez más frecuentes en los que la interacción humana se muestra cada vez más impersonal –es decir, no se lo ve y en consecuencia no se lo trata al otro como persona- y donde se asiste de esa manera a la que llamaríamos “la robotización” de los intercambios comunicacionales entre los seres humanos.

Ya que cada vez se nos ve caer en situaciones en las que uno no ve al otro como persona, sino se centra al actuar, en el pedido que hace o el requerimiento que se satisface, mientras se vuelven cada vez más invisibles a ambos.

De donde, hablar en ese contexto de los deberes de cuidados, es cuando menos un anacronismo. Que no es extraño por lo mismo en que en esas circunstancias se introduzca el mal trato.

¡Y sin embargo cuán distinta y para el bien sería la vida, si respetáramos la obligación de cuidarnos los unos a los otros!

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