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Hubo un tiempo, en los largos primeros tiempos de la Italia republicana -no hay que olvidar que la bota itálica fue una monarquía hasta pocos años después de terminada la Segunda Guerra Mundial- en los que, tal como sucedía también en Francia, las inestables mayorías parlamentarias hacían que durante largos períodos, los primeros ministros y sus respectivos gabinetes duraran escaso tiempo en sus funciones, hasta el momento en que eran arrasados por un voto parlamentario de desconfianza o la fractura de la coalición, también parlamentaria, que les había permitido encaramarse en el poder.

Se daba el caso de primeros ministros y compañeros que solo duraban hasta menos de un mes en el poder, y que eran reemplazados por otros que no tenían mejor suerte. De allí que muchos de los que vivían en otras tierras -e inclusive no pocos italianos- se preguntaban como podía funcionar, hasta de una manera eficaz y no solo funcionar, un gobierno de esas características.

Y la explicación que invariablemente se ha escuchado de ese fenómeno, era que mientras los gobiernos pasaban, se quedaba sin cambios una estructura administrativa que a todos sus niveles se mostraba bien formada y orgullosa de su papel, la que se desempeñaba, inalterablemente, con probada eficiencia. Podía faltar la cabeza, pero la organización se mantenía viva, más allá del momentáneo y hasta reiterado descabezamiento.

Inclusive en el mismo sentido, se ha señalado que si Domingo Mercante, el primer gobernador peronista de la provincia de Buenos Aires -independientemente de sus méritos- había resultado un real excelente funcionario, se debía al hecho que había heredado de los gobiernos de la llamada “década infame” -como se ve, eso de manejarnos por décadas, que a la vez adjetivamos de diversas maneras, no es nuevo-, una estructura administrativa de las mismas características de las italianas de ese entonces, que el tiempo y recurrentes desgobiernos se encargaron de deshacer y corromper.

De allí que se nos ocurre que teniendo en cuenta esas experiencias concretas, no habría llegado el momento de que las estructuras administrativas de todas las municipales, las de directores e inclusive para abajo sean conformadas -lo que debería ocurrir aún en el caso de los ascensos y recategorizaciones- en función de concursos de oposición y antecedentes, en lo posible abiertos y no cerrados, para ocupar todos los cargos.

Porque de ser así todos saldríamos beneficiados, y no sería motivo de mayor preocupación, aunque en verdad cabría excluir de ese sistema la elección del alcalde, sus secretarios y asesores. Un número de estos funcionarios que por otra parte hay que cuidar que no se vuelva exagerado y no se recurra a cualquier excusa para llenarlo de familiares, ya que con directores, personal administrativo y de calle capacitado y bien dispuesto, lo más probable es que las cosas marcharían sobre rieles, y sería una preocupación menos aflictiva, aunque preocupación al fin, quien se designa en los cargos políticos encargados de los distintos servicios.

Queda una cuestión por resolver, cual es la de los concejales. Cuya elección debe permanecer indudablemente en manos del pueblo, como por otra parte debe ser. Aunque convendría poner aquí lo que en apariencia es una traba, pero que en realidad es un criterio implícito de selección. Cuál es que esos cargos vuelvan a ser ad honorem, cosa que vendría a dejar en claro quienes los ven como una ocasión de servir, y no la de cobrar una dieta.

Habrá quien diga que estamos soñando. Es que sucede que no está demás en ocasiones ponerse a soñar...
Fuente: El Entre Ríos (edición impresa)

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