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No somos conscientes del hecho que cada vez que cruza por nuestra cabeza la marca “Aerolíneas Argentinas” deberíamos empezar a temblar. La explicación según la cual esa conjetura resulta válida, tiene que ver con el hecho de que esa empresa, a la que alguna vez se la consideró válidamente como “línea de bandera”, es uno de los tantos “agujeros negros” más notorios de nuestro firmamento estatal, el cual es de por sí, un agujero negro también de envergadura estatal.

Debemos admitir que constituye una temeraria acción de nuestra parte utilizar a los “agujeros negros”, unas singularidades espaciales a las que algunos astronautas no dejan de estudiar, para desentrañarlos cada día más, como una manera, hasta cierto punto al menos, eufemística, para aludir a esa empresa estatal en particular, adjetivación que cabría extender a la mayoría –sino a todas- nuestras empresas estatales del orden nacional, e inclusive a nuestro Estado mimo, al cual alguna vez hemos aplicado el calificativo que le dio Octavio Paz, un poeta mexicano a quien le quedaba chico el ser mencionado de esa forma, ya que se trataba de un intelectual de mente abierta y atención despierta, que fue quien, para los Estados de fines del pasado siglo, acuñara la designación de “ogro filantrópico”, un verdadero oxímoron que tenía, en un grado superlativo, mucho más de ogro que de filántropo.

Una calificación que a sus efectos prácticos, no es muy diferente de la nuestra de considerarlos como agujeros negros. De ser cierto lo que respecto a ellos hemos podido interpretar, siendo como somos totalmente profanos en la materia. A los que se denominaría de esa manera por tratarse de cuerpos celestes compuestos de una materia de tal densidad que no solo no deja escapar el más insignificante rayo de luz –de allí su nombre- sino que también precisamente por esa misma circunstancia, su fuerza de atracción se revela tan grande que no cesa de “tragarse” a las otras estrellas que encuentra en su camino.

Y ese es el caso precisamente que guarda un lejano, pero válido, parecido con nuestra “Aerolíneas Argentinas”. Una empresa a la que entre todos los argentinos le entregamos –más allá de lo que pueda recaudar en concepto de venta de pasajes, transporte de cargas y otras actividades vinculadas con un “metier” principal- dos millones de dólares diarios. Una suma que sale en parte de nuestros bolsillos a través del pago de impuestos nacionales, y en otra de la emisión monetaria, o, si se quiere, de su consecuencia, que es la inflación galopante que nos golpea, y que no solo por ser teóricamente, según se dice, invisible y silencioso, es en realidad la más perversa de las cargas tributarias, por ser la que más golpea sobre las espaldas de los que menos tienen.

Ese monstruo viviente, verdadera aspiradora de recursos que el Estado podría aplicar de una manera provechosamente fructífera en atender a carencias de todo tipo que afligen a nuestra sociedad y a todos nosotros, es en realidad algo más que una aspiradora de nuestro dinero y de nuestros bienes, sino que se trata de una máquina verdaderamente diabólica, que junto con otros agujeros negros de los que no nos privamos, de no reaccionar por nuestra parte a tiempo, terminará engulléndonos a todos.

Todo ello, contando con el agravante, que como otros de su especie, no es celoso de una manera consustancial, de su territorio, al que busca de varias maneras “marcar”, como lo hacen tantos animales salvajes. No es de entonces extraño que en el caso de éstos que no son reales, sino de mentirilla, traten de cortar, desde el vamos, cualquier amenaza.

En el caso de nuestra compañía aérea de bandera, ello ha significado toda una serie de medidas regulatorias dictadas por funcionarios públicos, más que amigables con sus mismos objetivos, con el objeto de fulminar a las que se conoce como empresas aéreas de bajo costo (low cost), que con pasajes de precios menores compiten en los mismos itinerarios, a la vez que han avanzado en otros que permiten la conexión aérea de distintas localidades del país que antes no contaban con servicios de ese tipo.

Así, con la ayuda de la primera ola de la pandemia, vieron cómo algunas de ellas desertaran en su esfuerzo, y se marcharan. Ya desde antes de ello se esforzaron en impedir que tuvieran en el aeródromo de El Palomar su asiento, lo que significaba costos operativos menores y beneficios en un número menor de pagos en diversos conceptos que tenían que hacer los pasajeros.

Es por eso que al mismo tiempo que lograron obturar ese aeródromo como centro de ingreso y salida de sus aviones, están buscando la manera de lograr que el único punto de donde puedan hacerlo sea el aeropuerto de Ezeiza, y no del aeroparque porteño, de más fácil y menos costoso acceso, al que pretende “su” compañía – ignoramos a quién señala ese “su” como su dueño- tenga al porteño como “su” aeropuerto de manera casi exclusiva.

Ahora asistimos a una medida que pudo hasta ahora parecer como inimaginable, ver cómo desde una administración como es la nuestra, que se muestra como la “campeona de los precios máximos “, se ha preocupado en materia de los pasajes aéreos, de fijar “precios mínimos”, o sea que no se pueda cobrar por el servicio de transporte de pasajeros, una suma de dinero inferior a la establecida por el gobierno. Es decir que a la política fallida de buscar ponerle “un techo” a los precios, en el mayor caso de los productos y servicios, en el caso de esa categoría de empresas aéreas, se busca ponerles “un piso” a los precios.

Una contradicción menor dentro de otra mayor, ya que no hay que olvidar el vocinglero reclamo de la misma administración en procura de la llegada de inversores, la creación de nuevas empresas y la multiplicación de las fuentes de trabajo.

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