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Se hace decir a un anciano sacerdote, afamado por ser un sabio confesor, que los pecados que escuchaba asumidos por sus feligreses en el confesionario, iban mutando a medida que aquellos se volvían más añosos. En una palabra, no es que los más viejos incurrieran en conductas pecaminosas totalmente distintas de las que puede darse en el caso de niños o adolescentes, sino que el acento que se ponía en ellos cambiaba a medida que se llegaba a lo adultez y luego a la vejez.

Algo similar ocurre con los delitos descriptos en las normas legales, que se han venido sucediendo a lo largo de la historia. No ha existido nunca, al menos que nosotros sepamos, un momento en que “la soberbia” –la pretensión de Adán al sucumbir a la tentación de la serpiente, a incitación de Eva, de “llegar a ser” como los dioses- que es el pecado capital, tenga su reproducción especular en el ámbito de los delitos, aunque bueno sería si se pudiera instrumentar la forma de castigarla.

De lo que se está seguro es en cambio, que el primer homicidio fue el fratricidio de Abel, al asesinar a Caín; y de allí en más y a lo largo de los siglos bajo diversas formas, se asiste al despliegue de los diversos comportamientos, que en el caso de nuestro mundo occidental, vienen a ser como la descripción minuciosa de conductas reprobables específicas, que los Diez Mandamientos imponen la obligación de abstenerse de cometer.

Que las cosas son de ese modo, es el hecho que al “no matarás” inicial se lo ha visto tratado por la ley penal en diversas formas específicas a lo largo de los siglos, siempre partiendo del presupuesto que la incriminación de ese comportamiento dañoso, en sus diversas maneras de manifestarse, viene a poner en cuestión, y consiguientemente a agredir a la sacralidad de la vida humana, y la dignidad consubstancial de cada persona.

Es así como en nuestros tiempos, como reacción a agresiones tanto a uno como a otro de esos valores, que exigen sean tutelados por quienes tienen la responsabilidad de hacer que la ley sea respetada, se ha asistido a la penalización de distintos comportamientos racistas, o se ha acentuado la protección a todos los seres humanos que sufren agresión por las cuestiones de género.

Y que según se señala en obras que se ocupan de este desarrollo, “el jurista polaco Raphael Lemkin tuvo que acuñar, una vez finalizada la Segunda Guerra Mundial y cuando el mundo descubrió los horrores del Holocausto, un nuevo nombre para lo que la humanidad se había hecho a sí misma: el delito de genocidio, es decir, el intento de exterminar a un grupo étnico solo por el hecho de existir”.

Es así, como las mismas fuentes señalan que, “junto a los crímenes de guerra y contra la humanidad, entró a formar parte de los delitos perseguidos por la Corte Penal Internacional (CPI), que se rige por el Estatuto de Roma, ratificado hasta el momento por 123 países.”

Y que ahora, se conoce la noticia que un grupo internacional de 12 juristas está trabajando en la redacción de una figura cuya descripción constituiría un nuevo delito, con el objetivo de agregarlo a este estatuto. También ha sido necesario acuñar una nueva palabra para nombrarlo, cual es la de ecocidio.

Delito con el que se pretende criminalizar la destrucción de ecosistemas y un ataque irreversible contra el medio ambiente. La definición de ecocidio es entonces una iniciativa de la sociedad civil, impulsada por la campaña Stop Ecocidio, que pretende tener efectos concretos sobre la legislación internacional, pero también sobre la de los propios países.

El panel de expertos comenzó a trabajar en enero y la idea es presentar un borrador en junio, que será discutido públicamente antes de establecer un texto definitivo, que se presentará a los Estados firmantes del Estatuto de Roma.

La información a la que nos referimos, hace asimismo mención al hecho que uno de los debates que se mantienen dentro del grupo, es hasta qué punto el nuevo delito de ecocidio debe tratar de proteger el medio ambiente como un fin en sí mismo. Así, uno de sus integrantes señala que de lo que se trata no es que esa protección del medio ambiente, lo sea solo como un medio para proteger el bienestar del ser humano. Sino de lo que se trata es la de superar un enfoque meramente antropocéntrico y lograr que el medio ambiente sea protegido como un fin en sí mismo, no simplemente para hacer el mundo un lugar mejor para nosotros.

Si bien esta preocupación es anterior a las acciones del presidente brasileño Bolsonaro, con su más que pasividad frente los incendios y la deforestación de la Amazonia, no existe ninguna duda que situaciones como esa han dinamizado la propuesta de criminalizar el ecocidio.

Todo ello, sin perjuicio que, uno de los especialistas que se ocupan del tema, haya recordado que “no existe un mecanismo legislativo concreto cuando se produce, por ejemplo, un vertido masivo de petróleo. No tenemos las leyes que nos permitan que algo así no vuelva a ocurrir”.

Entre nosotros, la cuestión se ha vuelto de actualidad, con la resistencia cada vez más fuerte a que se desarrolle la actividad minera, en las condiciones actuales en nuestro país. Pero esa misma reacción viene a dejar al descubierto, tal como se ha advertido, que entre los potenciales imputados por este tipo de delitos ya no se trata que solo deban ser imputados individuos, sino que muchos delitos que podrían entrar dentro del espectro de ecocidio son cometidos por grandes corporaciones multinacionales, e inclusive por Estados.

No escapa a los impulsores de la iniciativa el problema que significa determinar la voluntariedad de cometer ese crimen, ya que probar una destrucción deliberada de un ecosistema no resulta fácil.

A lo que se agrega que si en las acciones alcanzadas por normas de este nuevo tipo, deben quedar incluidas sólo aquéllas en que resulta claro la voluntad de causar deliberadamente un daño irreversible al medio ambiente, o sino también cuando los desastres ambientales se producen como consecuencia de una negligencia extrema, y qué debe entenderse por ésta.

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