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Bellamy y Octavia (“O”, de aquí en adelante) son hermanos, de esos que dan todo el uno por el otro. Y aquí es literal: su historia de vida se construye en un futuro no muy lejano donde toda su familia ya no existe, como tampoco la mayoría de la humanidad.

Bellamy es el mayor y tiene un viejo pedido de su familia sobre sus hombros: cuidar a su hermana. Y arriesga su vida por eso. Lo hace por años. Ambos tienen sus idas y vueltas, varias batallas, situaciones extremas de hambruna, heridas que no cicatrizan y el final que parece llegar. Pero sobreviven, siguen juntos, van codo a codo.

Lo que les cuento es ficticio. Forma parte de una de tantas series televisivas futuristas y apocalípticas que, de cuando en vez, nos pinta una hipótesis de hacia dónde vamos con tantos desaciertos en materia ambiental, ética y, en definitiva, humana. Errático vamos, erráticos terminamos podría decirse de “Los 100”.

Volvamos a los hermanos Blake. Finalmente algo se rompe y empiezan a mostrarse distanciados, irreconciliablemente apartados uno del otro. La relación se quebró cuando las decisiones tomadas antepusieron lo mío por encima de lo nuestro. “O”, convertida en una especie de reina suprema de los supervivientes en tierra, decide cerrar la puerta del búnker justo cuando su hermano procuraba darle acogida, esperanza de vidas, a otros cientos.

Las decisiones erráticas de “O” continuaron al extremo de promover batallas cuerpo a cuerpo con el propósito de bajar la cantidad de refugiados y garantizar un mínimo de alimentación y agua para otros pocos. Pelear o morir es la consigna. Incluso su hermano es sometido a esa instancia, pero su rechazo a pelear conmueve hasta lo más hondo de la raquítica estructura gobernante. Aún así, sus caminos ya no volvieron a encontrarse. Se terminó la confianza.

Privilegiar a unos pocos, por encima de aquellos que no conozco directamente pero tienen tantas esperanzas y expectativas de vida como vos me suena conocido. Reemplacemos a “O” por Estado y a “Bellamy” por el pueblo y volvamos a leer lo anterior.

Inunda de tristeza, que golpea hasta los huesos, saber que ni siquiera un contexto absolutamente extraordinario y global como el de la pandemia del COVID-19 morigeró eso tan humano que llamamos egoísmo.

Egoístas son las autoridades que, ante la obviedad de que no hay delito, traicionan la enorme confianza que el pueblo les dio al ponerlos con su voto donde están y priorizan los suyo. A la tropa, como suele decirse. “No puede ser que hasta por una vacuna se estén peleando, hasta con una vacuna quieren sacar ventaja”, me dijo un familiar en tono de desazón, lamentándolo.

El lunes comenzará el ciclo lectivo 2021 en Entre Ríos y cada uno de esos adultos que trabajan en las cientos de escuelas (docentes y no docentes), los que los lleven en los servicios de transporte público, sus alumnos, los policías y agentes de tránsito que custodian en horas picos el ingreso y egreso de los establecimientos no están vacunados.

Tampoco lo está el efectivo policial que vos mañana a la noche llamarás para que acuda a tu barrio porque intentaron robar en el almacén de la esquina, ni el gendarme que te pide documentación pertinente en un control de rutina en la ruta. No menos vacunado está el joven que acomoda la góndola del supermercado y corre a la caja al escuchar el pitido de un timbre.

En ninguno de esos casos estarán varios de los que, sin ser autoridades de Estado u ocupar un rol clave, estratégico, en las últimas horas supimos que fueron vacunados en la provincia. Otra vez: cuánta desazón.