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Apelando al lenguaje actual, habría que referirse al feminismo, como una vertiente moderna de una lucha intemporal y a la vez universal “por la inclusión social”, es decir el reclamo legítimo de cada cual de ser tratado como personas en plenitud en todo tiempo y lugar. Una aspiración en la que se combinan las raíces gregarias de todo ser humano, no hay que olvidar que la no del todo correcta traducción de la definición aristotélica del hombre como “animal político”, viene a utilizar el adjetivo político, considerándolo como miembro de la “polis”, o sea de la comunidad social griega por excelencia, al mismo tiempo que lo ubica en un lugar que no es ni el de los dioses, ni los otros animales a los que se tiene por distintos, sobre todo, por inferiores.

Pero a lo largo de la historia, se ha visto que negar por parte de determinados grupos de ser humanos, a los integrantes de otros substancialmente de la misma naturaleza esa condición y por ende en puridad no se los tenía como “excluidos” de la posibilidad de ser tratados como tales.

De donde el primer paso para avanzar hacia la inclusión plena –algo que nunca se logra del todo, dado que cuando se está a punto de alcanzarla, se da el caso de la existencia de grupos que se “auto excluyen” por diversas circunstancias entre las cuales se encuentran la de considerarse superiores o distintos al resto de los mortales- el primer paso es el “acceso” a cualquier comunidad, algo que es precisamente lo que constituye la “inclusión”. Esa misma posibilidad de inclusión, que se rechaza tantas veces aun en la actualidad, de una manera en ocasiones en aumento de forma cruel, pero independientemente de ello, siempre indignante.

Pero a ese primer paso deben seguir otros, dado que de considerarse que es una realidad que en todo grupo humano existe cuando menos la tentación, que cabría considerar también una inclinación cuando no una necesitad, de dar a aquél una estructura jerárquica.

Una circunstancia que se ve potencializada por el hecho que a toda sociedad, se la ve segmentada en infinidad de estratos, en los que se los encasilla a quienes la integran, en función de distintas calificaciones, la mayor parte de ellas injustas en cuanto caprichosas y nada funcionales, como ser el sexo o lo que ahora se designa como género, o la raza, o el lugar de nacimiento, entre tantos casilleros a llenar.

Algo que lleva a que remedando al George Orwell de su obra “La rebelión de la granja” por más que se reconozca una igualdad entre los humanos, consubstancial con esa condición, no es raro que a esa consideración, se le agregue una salvedad, cual es que si “todos somos iguales”, existen quienes que son “más iguales que los demás”.

Esa diferenciación así presente, cuando se da entre esos tipos de segmentos que conocemos como clases sociales, da origen a un fenómeno que se designa como de “movilidad social”, el que puede representar ya un “ascenso” como un “descenso” en la escala social.

Como a la vez esos segmentos pueden ser “transversales” respecto a los demás, y en especial a las clases sociales – lo que quiere decir, para dar un ejemplo, que existiendo “féminas” en todas ellas, el segmento que expresan atraviesa a todas las clases sociales-, se da el caso que aun dentro de una misma clase social, independientemente de lo inclusiva que ella lo sea por naturaleza- no todos son merecedores del mismo trato. Lo que se ejemplifica señalando que no siempre a un varón de clase media se le da el mismo trato de una mujer de idéntica clase, incluso aun en el caso sea su hermana, o tenga con ella cualquier tipo de “relación de pareja”, incluso la matrimonial, tan devaluada, en los días que corren. Algo que explica que en las antiguas sociedades patriarcales – y sin ir tan lejos aún en el siglo pasado- a la mujer se la veía tratada como una menor de edad, dándose el caso que ello fuera en forma perpetua.

De donde los movimientos feministas tienen por ende un doble carácter, ya que no solo exigen el reconocimiento de los mismos derechos que a los integrantes del sexo opuesto, algo que representa un acto de justicia; sino también obtenido ese reconocimiento de “igualdad de trato” con aquellos.

Cabe destacar que nos encontramos ante dos movimientos idénticos en sus objetivos finales, pero específicos en sus metas concretas. Ya que históricamente el feminismo era conocido como el movimiento de “las sufragistas”, dado que ellas como objetivo concreto perseguían el otorgamiento a las mujeres del derecho al sufragio, presuponiendo que ya se les había reconocido la igualdad plena en materia de derechos civiles.
Mientras que en la actualidad se asiste a “movimientos en procura de igualdad de trato”, mediante acciones que cabe considerar como de “discriminación positiva” si es que se tiene por tal para dar un ejemplo la obligación de que las listas de candidatos para ocupar determinados cargos públicos respeten la denominada “paridad de género”, o la equiparación de las remuneraciones, actualmente no respetada entre los sexos o géneros, para quienes acceden en una empresa a determinadas posiciones.

Pero ello no quita que tanto en el caso del hombre como en el de las mujeres, que es el que aquí es nuestro foco de interés, se dé el caso de vías excepcionales para lograr un ascenso social, sino imposible de cualquier manera problemático por lo dificultoso.

Ese tratándose de los hombres, en una época histórica anterior utilizaba los canales de ascenso social que representaban las “carreras” –más allá del hecho que resulte en realidad incorrecto tratándose de ellas darle ese nombre- eclesiástica o militar. Y que en la actualidad es fácilmente constatable, y esto en relación a ambos sexos o géneros, en el caso de los profesionales del mundo del espectáculo y deportivo.

Sin perjuicio de ello, en el caso de las mujeres -en el de los hombres nos parece que no existen roles más por lo menos incómodos que el de “príncipe consorte” o “primer damo” o “primer caballero”- se hace cada vez más frecuente el acceso y en su caso el posterior ascenso a posiciones en cargos políticos y administrativos. Muchos de esos casos verdaderas sorpresas, por el hecho de poder hacerlo remontando asidas al cinturón de los pantalones de un varón.

Claro está, que la frecuencia en la que se hacen presentes situaciones de este tipo, no constituyen un número de casos suficientes como para considerar que asistimos a la presencia de una regla. Y que inclusive se da el caso de nombramientos inexplicables de varones para ocupar funciones de las que carecen de una manera notoria de idoneidad, recurriendo a tácticas similares, aunque en esos casos no cabe utilizar la figura que hace referencia al cinturón.

Es cierto que situaciones de este tipo no son únicas de nuestro país, si se tiene en cuenta la vigencia del axioma aquel que habla de las habas cocidas en todas partes. Pero lo que es grave es que en cada vez mayor proporción el “calor oficial” sea uno de los canales con los que, más que el ascenso social, se busca una meta que no se sabe a ciencia cierta si es más o menos alta que otras, cual es la de enriquecerse, lo que en ninguno de los tiempos y lugares donde se han cocido o se cuecen habas ha sido o es una buena señal.

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