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El barco, símbolo de la llegada de los colonos
El barco, símbolo de la llegada de los colonos
El barco, símbolo de la llegada de los colonos
Con motivo del 162º aniversario de San José, compartimos algunos extractos del discurso pronunciado en ocasión del centenario de la colonia (1957) por el doctor Ricardo Segundo Maxit, director de El Entre Ríos entre 1941 y 1960. Una semblanza a los primeros pobladores de la cuna de la colonización entrerriana que, a 62 años de su redacción, no pierde vigencia:

Los actores, modestos, sencillos, puros en sus sentimientos, humildes en sus afanes, sin duda nunca soñaron que habrían de recordárseles con brillo de oficiales ceremonias; con júbilo de fiestas populares; que Claudio Premat, tan rico en cultura como en claro ingenio, habría de dedicarles un libro; que Panizza habría de arrancar de su lira, sonora y tensa como una flecha en vuelo, versos llenos de luz y de fuego y Celia Pellenc el canto exquisito de blancas flores de almendro, nevando sobre los caminos, y que habría de abandonar Prelat los intrincados problemas de su física de endemoniadas fórmulas para acudir, con candor de sabio, a exaltar frente al micrófono, anónimas jornadas de surcos y de auroras, y que Hernando, el hijo de Julio, habría de izar, en una mañana luminosa, la bandera azul y blanca en la plaza en fiesta en su recuerdo y, que por fin, los buenos vecinos de San José realizarían la febril tarea de una organización llena de obstáculos, salvados todos con ese amoroso afán de preparar la casa y tender la mesa, que es la verdadera gloria de la fiesta familiar.

¡Qué habrían de creerse personajes de historia, si solo realizaban su silenciosa labor a conciencia! Si solo vivían como Dios manda, sin hacer mal a nadie y ayudando al vecino; si solo criaban a sus hijos enseñándoles las letras rudimentarias en las modestas escuelas de Lantelme o de Christin y la moral del Evangelio, tan simple, tan pura, tan tierna, de amarse los unos a los otros; si solo el afán de cada día era asegurar un poco de porvenir: si apenas lo que anhelaban era progresar a fuerza de fatigas, con un poco de inquietud, ávidos de aprender, siempre en la marcha, con el reclamo íntimo de dar un paso más, un paso más adelante al último dado; pero, ¿cómo habrían de sentirse personajes de historia, para ser recordados luego de una centuria, si apenas aspiraban a ser buenos ciudadanos, respetuosos de la ley, severos en su moral, celosos de sus derechos y de los ajenos; si anhelaban el bienestar de la comunidad, la fortaleza de la familia, la dignidad de la esposa, la salud moral del hijo y amaban el orden y la libertad?

Tal vez nunca como ahora he comprendido en su plenitud cuánta grandeza había en esa vida sencilla. No eran héroes. No lo eran. Su programa de vida no tenía la ambición deslumbrante. Pero hemos aprendido cuánto vale ceñirse a la ley y a las normas morales, cuidar el orden y defender la libertad. Hemos aprendido que en esos valores está la esencia, la miga, la sustancia, la vida misma de la felicidad y que sin ella desaparece, sin remedio, toda posibilidad de vida republicana.

No es esta ocasión oportuna para analizar las consecuencias económicas, sociales y políticas que trajo aparejadas la fundación de la colonia. Bastaría señalar como estos campos feraces e incultos, vírgenes como en el día primero de la creación, se poblaron de surcos, como una alegría de árboles floreció en una gran extensión de parcelas trabajadas con amor, desbordando de año en año los límites del centro madre, para irradiar espíritu de empresa, novedad en los cultivos y el optimismo de los triunfadores en buena parte del departamento y otros vecinos. Y al cabo de la centuria es necesario recordar que ellos -los fundadores- fueron los del aliento y la originalidad de la faena común.

Y no solo aprovecharon los jugos misteriosos de la tierra para que alimentara los frutos, sino que levantaron molinos que, con el ingenio de un juego travieso, dieron a los vientos el trabajo de mover las ruedas y endicaron cursos de agua para arrancarles su urgencia en llegar al río; y elaboraron el vino cordial y generoso, y conocieron la gloria del panal y crearon el centro avícola que llegó a ser el principal de la República y manejaron, en fin, la industria creadora de riqueza, dócil a la inteligencia y a la voluntad.

Bien está el homenaje. Lo ganaron sin buscarlo. Sin desearlo, en la obra que realizaron dejaron para nosotros la obligación de rendirlo. Pero falta exteriorizar en el homenaje, vertiendo hacia afuera lo que sin duda es pudorosamente oculto, porque ellas eran así, modestas y calladas y tenían su ámbito en el quehacer sin ruidos del hogar; falta hacer público, expresarlo de viva voz casi gritado: el homenaje a las mujeres. Ellos tienen hoy sus nombres en el bronce. Ellas, como antes, como en vida estaban en el alma de la casa, están en el silencio, anónimamente, detrás de ellos, sumisas, silenciosas; otra vez, como antes, cuando solo atendían sin alardes y sin boato el ordenamiento cotidiano del vivir, en el pequeño mundo familiar, sin asomarse al mundo de los negocios, sino solo para atisbar los peligros y dar su atribulado consejo al compañero. Ellos tienen sus nombres en el bronce y está bien. Pero, ¿habrían venido ellos sin ellas? ¿No fueron acaso ellas quienes les dieron fuerzas para cortar las amarras y lanzarse al mar rumbo a un porvenir desconocido, poblado de tantos peligros como esperanzas? Sí, fueron ellas. Y aquí compartieron el rigor de jornadas iguales y repartieron con ellos el peligro común y gastaron idénticos afanes. Ellas, mujeres heroicas, se multiplicaron en hijos y mientras amasaron el pan cuidaron la lumbre y apacentaron la vaca y batieron la leche; y cardaron e hilaron y tejieron la lana y se durmieron sobre la máquina y volcaron el maíz en el surco y recogieron en días de fuego la buena cosecha; y mientras hacían eso y mucho más, porque el tiempo nunca alcanzaba para todo el quehacer, dieron fortaleza y sostuvieron al compañero y compartieron sus penas y sus alegrías y, señoras y señores, educaron, entre el fregar y el barrer y el arar y el rezar, educaron a sus hijos, enseñándoles a ser buenos y a ser fuertes; les enseñaron esa sabiduría que solo las madres pueden administrar, porque lo hacen con amor: les enseñaron a ser hombres.

Rindo mi emocionado homenaje a esas mujeres, a la madre gringa, heroicas como las mujeres fuertes de la Biblia, a cuyas virtudes mucho le debe -quizás lo fundamental- el éxito de la empresa.

Levantemos las copas y corazones: por la querida memoria de los hombres fuertes y sus admirables mujeres, que hicieron la colonia y por la imperecedera de don Justo, el grande, que les tendió, generosa y franca, su mano amiga; por el progreso material y la fortaleza moral de las actuales familias pobladoras; por la riqueza de Entre Ríos y -como en estos días que vivimos debe estar más presente que nunca en los espíritus- por la gloria inmortal de la Patria resplandeciendo en la paz de todos y en la grandeza del trabajo.
Fuente: El Entre Ríos Edición Impresa

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