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No puedo respirar. Estamos cansados de que nos persigan y nos maten

El brutal asesinato de George Floyd en Minneapolis, próspero Estado de la Unión Norteamericana, por parte de un policía con alma de frío torturador, ante la también espantosa presencia impertérrita de los otros miembros de su equipo, ha provocado una conmoción de dimensiones mundiales.

Lástima grande resulta, en tanto, que esa muestra de justificada muestra de nuestra desbordada indignación -la de los ciudadanos de un mudo convertido casi en una “aldea global” que en el espíritu y el comportamiento de la gran mayoría de sus partícipes, venían a ser la expresión de un sentimiento en el que se conjugaban la codena del repudio- con la pretensión esperanzada de que ese tipo de cosas no deben llegar a repetirse, se vio deslucida por la acción de un grupo de desaforados, que “en manada”, venían a actuar de una manera que en el fondo no era distinta de la del policía asesino y su pasivo grupo de compañeros.

Se debe destacar el cambio – a todas luces insuficiente- que se ha producido y transformado en un verdadero y saludable avance, de los no tan lejanos tiempos, medidos en dimensiones históricas, en que las ejecuciones públicas de reos, dispuestas por la justicia en fallos de dudosa fiabilidad; se convertían es espectáculos públicos, hasta esta actualidad en la que todo ser civilizado es materia de un rechazo horrorizado.

Es que, en ese matar individualizado y rodeado de una supuesta y espantosa legitimidad, en la que se hacía presente lo peor de los instintos de público, que se veía como algo hasta natural en otros tiempos - prueba de lo cual es que en numerosísimos casos quiénes llegaban a participar del “espectáculo”, lo hacían acompañados de sus hijos pequeños, en una supuesta acción docente de acostumbramiento temprano a la presencia y disfrute de este tipo de acontecimientos- es cada vez más materia de una repulsa pública merecedora de ser destacada positivamente.

Es que no cabe otra forma de reaccionar –la encomiable, y no la otra, censurable- la que es en gran manera hasta sanadora, ante el absurdo sacrificio que significa ese asesinato del que George Floyd, resultara víctima.

En una demostración de una infamante y prolongada tortura, la que pareció extenderse mucho más allá de esos ocho minutos, ya que concluyeron por asimilarse a una apretada y angustiosa eternidad. Y que por circunstancias azarosas, que irresponsablemente no es objeto por lo general de atención, a pesar del peligro, muchas veces ineludible que precisamente por esa condición entrañan para nuestra existencia; ha venido Floyd a convertirse en un impensable “mártir ex post facto”.

Abrimos aquí un paréntesis: no sería una forma más que de honrarlo, mostrándonos como todos deberíamos tratar de ser, proceder a designar con su nombre, a lo largo y ancho del mundo, un determinado lugar de su geografía.

Máxime en esta época en la que el reparto a troche y moche de nombres con los que se permite recordar de una manera verdaderamente inflacionaria a tantos, cuya gris existencia ha concluido reducida a dar la posibilidad de ubicar un domicilio bautizando así a una calle, sin olvidar a edificios o localidades –manía que precisamente por eso hemos tildado de inflacionaria, ya que quita valor a la importancia del gesto-; nos encontraríamos así ante la recordación de lo que no solo fue un crimen horroroso, sino el que de los no numerosos casos en que así fuera entendido de una manera casi universal.

No está de más a la vez, atender hasta qué punto circunstancias desgraciadas como las que nos ocupan, vienen a develar la profundidad del concepto evangélico de prójimo. Ya que entre tantas consecuencias de todo tipo incluyendo las negativas, que el proceso de globalización ha provocado, está la de una ampliación del concepto de “próximo”.

Es que hasta hace muy poco, próximo era quien estaba cerca de nosotros, y por ende con el cual, por esa razón era más difícil convivir, e inclusive demostrarle un inexcusable afecto, lo que volvía virtuosa la manera amable y hasta servicial de tratarlo; al mismo tiempo que daba cuenta de un tantas veces desvaído y hasta vacío amor, puesto de manifiesto frente a un ignoto conjunto humano ubicado en las antípodas; y lo que era más grave aún a lo que no resultaba sino una abstracción, cual era y es lo que sucede cuando el sentimiento se extiende a una inasible “humanidad”.

Floyd nos ha “mostrado”, aunque sea a través de engendros electrónicos, el perfil sufriente de su verdadero rostro. Y eso suponemos vendría a explicar el alcance de la reacción. Ya que viene a enseñarnos que no llegaremos a ser lo que debemos, hasta que estemos en condiciones, de aprender primero a “ver” – dado que el solo mirar, no es ver- la cara del otro, para luego dar un paso más, cual es el encontrar en su rostro, nuestro rostro.

La frase con la que iniciamos estas líneas fueron “déjennos respirar”. La misma que se ha transformado en consigna, en algunas de las concentraciones humanas que ha provocado el acontecimiento que nos ocupamos. Y ellas adquieren un encuadre correcto – en cuanto le dan sentido-, a las dos frases del subtítulo. La primera. “no puedo respirar”, que serían las postreras de Floyd. “Estamos cansados de que nos persigan y maten”, escuchada por un periodista en la ocasión, salidas de la boca de un anciano negro – un “afroamericano”, es en realidad la expresión utilizada en su nota por el periodista que recogió ese dicho, dando cuenta de una familiar y consciente discriminación extrema, ya que pareciera que todavía podía hablarse de “subespecies” en la discriminación- es la segunda.

Es que en ese “déjennos respirar”, está contenido un clamor unánime, más allá de las motivaciones diferentes que lo provocan, de la más humana de las exigencias; cual es que cuando mayor es nuestro grado de libertad, mayores son las posibilidades de ser hombres, en mayor medida. Ya que en el ejercicio efectivo de la libertad reside la manera más acabada de poder expresar nuestra humanidad concreta.

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