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No, no arranca. Cada tanto titubea cuando le pido que empiece a carburar, pero esta vez estaba negada, ni una pista. Supuse que podían ser los discos de embrague, que al estar desgastados (porque soy un bestia y no cuido la moto) sus engranajes no encastran con el arranque y me hacen patear a lo Satanás Paez porque la mitad de los intentos dan en falso. Pero no, no era eso. Los fierros calzaban bien, el motor giraba... Era como que amagaba con los primeros contactos para que al segundo se escuche la explosión de un chicle globo desproporcionalmente grande. Y el silencio, de nuevo el silencio.

Por Lucas Griesser (*)

Odio quedarme varado, y más en pleno estacionamiento de A. del Valle y Entre Ríos, con la gente comprando panchos en el drugstore nuevo, los comerciantes subiéndose a sus autos y motos nuevos y mimados, el frío haciéndose fuerte, la bronca de no saber qué hacer con un vehículo que no quiere funcionar. Probé con el arranque eléctrico más para agotar las posibilidades que por otra cosa: cuando la pongo en contacto la luz se enciende con más pereza que yo los lunes que no son feriados. Si, tengo que cambiar la batería también, pero soy un bestia que no cuida la moto. ¯\_(?)_/¯

Me quedé mirando la nada, pensando en dejarla reposar tranquila y probar de nuevo en quince minutos. Hay gente que espía entre los fierros, intentando descubrir qué pasa, pero yo no tengo ni la más pálida idea de mecánica así que sólo verificaría el motor esperando encontrarme con un fémur de vaca atravesado entre el radiador y los cables para decir "ahhh era esto", sacarlo y que ande por arte de magia. Y no, no iba a ser así.

Sentí que todo el centro me observaba. Por debajo de la parca negra estaba sufriendo mucho el calor del pequeño esfuerzo físico y el gran nerviosismo. La chica de unos metros abajo se sentó en su Gilera 110 blanca, apretó el botoncito, arrancó, me miró esperando ver un desenlace feliz y se fue decepcionada. Ja, ya se te va a romper. Me quise hacer el never pony, la puse en contacto otra vez y pateé. De nuevo el chicle bazooka explotando desde el motor. Dije en voz alta "qué raro che" para que si pasaba alguien cerca crea que cuido mi moto cuando desde la derecha escuché un comentario esperanzador: "es la bujía eso".

Afirmé como que supuse que era eso, lo miré y con mi gesto de resignación supo que le estaba diciendo "tenés razón, lo sospeché". "¿Tenés llave de bujías ahí?" me preguntó. Obvio que no tengo. "Ahí te presto la mía", acotó y se puso a revolver la baulera de su Corven anaranjada 125cc. Me la alcanzó y apenas se acercó me aseguré de informarle que no sé nada de mecánica. De hecho el tipo tranquilamente podría haber revisado el filtro de aire que yo iba a buscar las bujías ahí. No, hasta ese momento no sabía que era una sola.

Empezó a tantear abajo de la rueda delantera y con su marcado acento santiagueño aseguró que no podía sacarlo y que había que desarmar el plástico del costado. La lógica me decía "hay que hacerle caso al que sabe" pero el corazón me dijo "ni ahí me pongo a sacarle la carrocería a la moto en pleno centro", así que metí mano por ahí, hice fuerza en un coso de goma y salió el capuchón. "Che pero más o menos se puede sacar así", espeté. El tipo me alcanzó el tubo y el destornillador y con un semblante gesto me envió mentalmente una frase que amo: "hacelo vos".

Ni me importó si se ensuciaba el jean o si me quedaba la mano con olor a persona que sabe de motores. Apoyé la rodilla en el asfalto, metí más o menos a pulso la llave y empecé a desajustar. Así aprendí que esa singular herramienta tiene en cada cuarto de su longitud dos agujeros para atravesarlos con un destornillador y girarla haciendo palanca (a eso me lo enseñó el santiagueño), pero el esfuerzo quedaba en la nada. "No gira", le comenté. "Usá el más chico entonces", retrucó y me dí cuenta que el extremo opuesto era, justamente, más chico.

No es difícil darse cuenta quién vive mirando Facebook y quien no: basta con que respondan si la gente buena existe. Es fácil olvidar a los cien honestos de la manzana por esa familia malviviente que aqueja a la zona circundante y decir, tirado en el sofá, "qué barrio de mierda"; qué simple es decir que nadie es capaz de ayudar a un vecino común, que no podés caminar que te roban o matan y mientras tanto quejarse porque el remis debería haber llegado hace cinco minutos; es tan deleznable el no pedir ayuda, el intentar hacer todo solo y hacerlo a las bufadas y quejas, el "lo voy a intentar aunque no sepa, yo puedo, dejá" para después no sentirse en deuda con la sociedad y tener que estar dispuesto a ayudar a alguien que lo necesita. Porque el prestar ayuda no viene de la nada, se basa en una lección pasada, en un hecho altruista que dejó huella y que nos enseñó que el tipo más común nos puede salvar el día, y que en algún momento nos toca ponernos la capa y ser el héroe de otro que sufrió un traspié. No tengo ningún tipo de indicio de lo que le haya pasado al santiagueño anteriormente, no sé si viene de una familia humilde o si corriendo el Dakar se le cortó la cadena y se quedó una hora esperando que cruce un francés a ayudarlo, pero el hecho es que el tipo estaba ahí agachado mirando lo que hacía y fraternalmente diciéndome "bien, ahí va queriendo", "fijate si se aflojó", "capaz que ya podés desajustarla con la mano"...

Cuando saqué la bujía sentí mentalmente lo orgulloso que estaría mi viejo (mecánico de corazón y afición pero no de oficio) al saberlo. El santiagueño la giró y me mostró la punta que iba metida en como se llame el lugar en el que va enchufada. "Sí, mirá cómo está". Yo sólo veía negro y mugre, pero aprendí a intuir que todo lo que sea negro y mugroso en un motor está mal. Dio media vuelta y se dirigió a la baulera. En su moto se reiteraba el 46 de Valentino Rossi brillando en colores iridescentes y la pintura lucía el destello propio de quien quiere a su vehículo y lo lava seguido. Cuando volví la mirada vi que estaba con un papel de lija frotando el chispero. El tipo lo hacía en silencio, y como quiero aprender del tema (aunque no parezca, me duele no entender nada) le pregunté qué estaba haciendo. "Lo estoy limpiando. Mirá, de acá sale la chispa, tiene que tener este espacio, mirá, está un poco separado". Observé atentamente la cuestión y tras un breve lapso me la devolvió.

Llegó la hora de la verdad: pusimos la bujía a hacer contacto con el acero del motor. El santiagueño se dispuso a patear la moto y, colocado delante de ella, observé cómo la electricidad se transportaba de una punta a la otra. No podía creer que sea tan fácil. "Bueno, vamos a probar si arranca entonces", dijo. Coloqué la bujía en su lugar, le puse el capuchón y le di la patada. Arrancó. Increíble, arrancó.

La cara de alivio se me plantó al instante y casi al unísono le lancé un "muchas gracias, viejo". En su rostro también había felicidad, tranquilidad y paz. "¿Cuánto te debo?" le pregunté. "Noo, nada, no te hagas problema". "¿Seguro?" "Sí". La insistencia se me esfumó al ver su convencimiento y notar que me ayudó porque podía y no porque le vendría bien un poco de plata. No iba a poder darle mucho, seguro que le iba a alcanzar para comprar algunas empanadas, pero supongo que antes que la comida prefirió llegar a su casa y, conociendo como por telepatía la sonrisa y esperanza en el mundo que me invadió al llegar a mi hogar, sentirse en paz.

Me fui, aceleré, llegué a casa y antes que jugar counter, tocar la guitarra o dormir me dieron ganas de escribir, como hace mucho no sentía. La gente buena no es escasa, la sociedad no es tan basura como nos quieren hacer creer, pero si no reproducimos estos gestos corremos riesgo de normalizarlos y, así, negar el único fin por el que aquél transeúnte sumamente ordinario nos prestó su mano: nunca perder la esperanza en la gente.

Gracias santiagueño. Muchísimas gracias. Que la fuerza te acompañe.

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