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Bullrich con el médico que mató a un ladrón
Bullrich con el médico que mató a un ladrón
Bullrich con el médico que mató a un ladrón
Da la impresión que estamos autoanalizándonos de una manera permanente sin resultados

Nuestra sociedad se encuentra en un tembladeral, del que se da la impresión de que no sabemos cómo salir. Aunque habría que preguntarse si en el caso de muchos, el problema no pasa por salir de este eterno tembladeral en el que estamos metidos, sino por el hecho que por medrar con este estado de cosas, no les interesa salir de él.

Por Rocinante

Tal es el caso de quienes dan cuenta públicamente, de su cínicamente perversa convicción de que cuando peor estemos, mejor; en lo que se encuentra la base de su estrategia política. A los que se suman otros que más pragmáticos, pero no por eso menos dañinos, parten del principio que a río revuelto ganancia de pescadores.

De allí que la crítica coyuntura por la que atravesamos es consecuencia de heridas cada vez mayores que nos auto infligimos como sociedad. Ello así, al mismo tiempo que no somos del todo o nada conscientes de ellas, en la medida que parecemos desentendernos de su existencia, por más que nos provoquen pavor sus consecuencias.

De allí que no puede extrañarnos que se la interprete en función de explicaciones de naturaleza económica por algunos, mientras otros ponen el acento en cuestiones políticas irresueltas.

En tanto no puede dejar se admitirse, que es cierto que el estado de cosas que nos agobia se exterioriza en la superficie en ambos tipos de causas. Pero es indudable que esa forma de manifestarse no constituye la verdadera causa de nuestra actual situación, sino que su existencia nos sirve, en el mejor de los casos, para tranquilizar nuestra conciencia.

Ya que como sustrato de esa causalidad política y económica, se hacen presentes, en primer lugar, circunstancias presentes en nuestra manera de ser de una manera individual como personas (de las que no es ésta la ocasión de hacer referencia).

A lo que, en segundo lugar, se suma el hecho decisivo del tipo de sociedad que, más qué conjeturalmente, hemos sido en alguna medida desde siempre, o sea para decirlo más claro aún hemos sido siempre un poco así desde el vamos.

Aunque cada vez de una manera más acelerada nos hemos convertido, hasta llegar a este momento en que las esperanzas de una conversión positiva (casi habría que hablar de sanación, o de la necesidad de un rearme moral) están más o menos equilibrados con los vaticinios más negros.
Una sociedad desquiciada en la que intentan sustentarse instituciones frágiles y semidestruídas
Lo que queda así expresado puede sonar apocalíptico, y por ende exagerado, pero lo que sucede es que hasta que cada uno de nosotros no asumamos lo que somos y no decidamos a actuar en consecuencia, no existirá posibilidad de salir de ese este tembladeral cenagoso en el que nos encontramos.

Antes de seguir señalo la presencia de una cuestión cuya única importancia está en que se lo tome como punto de partida. Se trata de un problema del tipo de qué fue primero, el huevo o la gallina. Lo que en este caso llevaría a preguntarse por donde se comenzó, si por el deterioro institucional o por el desquiciamiento social. A lo que cabría responder que se trata en realidad de fenómenos concomitantes que se fueron retroalimentando. Y que la importancia de la conclusión reside en el hecho de que, así como esa fue la causa de nuestra caída, se debe partir de una estrategia con metas opuestas al momento de intentar y lograr salir adelante.

Mientras tanto, antes de entrar a ilustrar el estado de cosas así calificado con dureza y objetividad, debo referirme a una circunstancia que viene a confirmar el acierto de esa afirmación, cual es la actuación disfuncional de nuestras instituciones, que se da en muchísimo casos con la aquiescencia de la opinión pública, también aquí en un proceso que se retroalimenta, y que vienen a constituir una desnaturalización de su actuación, y con ello de las instituciones en sí.
En la pendiente que nos lleva a la habilitación para hacer justicia por mano propia
Es evidente que en el contexto de inseguridad que se vive , en mayor o menor medida en todo el país pero que llega a extremos angustiantes en el caso de las grandes áreas urbanas como el caso de la ciudad de Buenos Aires y su conurbano o de Rosario con sus extensiones territoriales que conforman el Gran Rosario, se hace evidente que esa inseguridad constituye un ingrediente fundamental de la reacción a responder con violencia a la violencia, ya que es notorio que en la actualidad el Estado ha perdido el ejercicio del monopolio de la fuerza que es consubstancial con su razón de ser.

De allí que dentro de una lógica de autodefensa que comprensiblemente ha hecho carne en la población, se esté haciendo presente la actitud de tomar la justicia en sus propias manos, que viene a expresar una reacción frente al desamparo que nos deja el Estado. Por más que quepa encontrar en este tipo de comportamientos una manifestación no solo equivocada sino capaz de producir una ruptura. Desgraciadamente no siempre se hace presente la conciencia que hemos traspasado un límite y que estamos ingresando al territorio del sálvese quien pueda (y como pueda).

Es por eso que junto a la aplicación de la ley de Lynch, y a la dilución de la responsabilidad individual en una responsabilidad penal extendida al volverse grupal ( como es el caso que ante la comisión de un delito aberrante, piromaníacos de ocasión incendian la vivienda en la que el sospechoso de haber sido su autor cohabita con familiares suyos, ajenos totalmente a ese actuar que se le imputa), se dan situaciones en las que el tomar la justicia en las propias manos se la reviste de una falsa formalidad legal. Con el agravante de que este tipo de acciones llega a ser encomiado desde lo alto del poder, ya que ocurre ni más ni menos que desde el Ministerio de Seguridad de la Nación.

Nos encontramos así frente a la aparición de una figura de legítima defensa extendida, en cuanto interpretación judicial mediante, son alivianados los requisitos a llenar para darla por existente y de esa manera eximir de toda culpa al que en realidad es autor de un homicidio simple, que si bien puede considerarse acompañado por atenuantes, estos no pueden incidir a la hora de condenar nada más que para calibrar el monto de la pena pero nunca para absolver.

El caso del médico paraguayo que mató a un ladrón y que resultó absuelto como resulta del veredicto de un jurado, a pesar de que los peritos judiciales contradecían en su dictamen los argumentos esgrimidos por el nombrado en su defensa, debería alentar sobre peligros de aplicar esa institución entre nosotros.

Es que es cierto que en nuestro país se puede poner en duda la integridad moral y hasta la capacidad técnica de los jurados si se tiene en cuenta que el matrimonio Kirchner fue sobreseído por el juez Oyarbide, en un trámite (se hace presente el pudor al momento de tener que designarla como causa), en función de una pericia inconsistente elaborada como perito de parte por el propio contador del matrimonio presidencial, que contaba con el asesoramiento de un perito contable de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (¡!).

Pero, por mi parte no creo que hayan tenido en cuenta ese hecho, ni tampoco se planteara la cuestión de la fiabilidad de los peritos, sino que atendiendo al contexto que vivimos, desde la profundidad del subconsciente de los jurados haya brotado como impreciso recuerdo aquel refrán que decía que el que mata a un ladrón tiene cien años de perdón.

Al pensar de esta manera, se lo está haciendo de una forma harto peligrosa, ya que lleva a pensar que la explicación de un comportamiento es suficiente para justificarlo; tal como lo hacían integrantes de los bandos enfrentados en los tiempos revueltos de lo que se conoce como los años setenta.

Y es en esa línea que la Ministro de Seguridad de la Nación, que por sus antecedentes tiene experiencia en esa temática, al pretender colocarse del lado de las víctimas y no de los victimarios como lo habrían hecho los mal llamados jueces garantistas, parece pasar por alto el hecho de que aun los victimarios pueden llegar a convertirse en víctimas.

De donde cabría concluir que actuando en esa línea en lugar de poner orden en la sociedad profundizamos el desquicio, y no contribuimos a la consolidación de las instituciones, sino a agrietarlas aún más. Y que de continuar en ella nos encontremos junto a los ladrones que salen a cazar a los justicieros legalmente autorizados para hacer lo mismo.
Una sociedad en que ha dejado de importar la integridad moral para el acceso y permanencia en los cargos públicos
Casi con seguridad, son pocos los que después del conmocionante suicidio de Alan García, no hayan caído en la cuenta de que, en la lista de quienes en las últimas décadas han ocupado la presidencia del Perú ungidos por el voto popular, uno de ellos, precisamente el nombrado, prefirió perder la vida antes que ir preso, otros tres han estado o están presos, y otro más a punto de ser extraditado, todos ellos, o por lo menos en gran parte, por delitos vinculados con la corrupción.

Ello me llevó a repasar lo que pasa en casa y a constatar que, con excepción de los casos de Hipólito Irigoyen y Arturo Frondizi que estuvieron presos por causas políticas, en los demás casos se asiste a la prisión de ex presidentes, casi sin solución de continuidad, por delitos cometidos en ejercicio de sus funciones.

Sucede desde el caso del general Videla, siguiendo con el General Bignone que fueron condenados a cumplir prisión y la misma se hizo efectiva. Y tendría que ser el de Carlos Saúl Menem, que ha sido condenado judicialmente a cumplir el mismo tipo de pena y al que lo esperan las puertas de su domicilio abierta para cumplir prisión domiciliaria, por lo menos por una condena. La que no está firme porque la Suprema Corte de Justicia, hacia donde Menem ha estirado su causa, inexplicablemente no la resuelve en forma rápida, ya que de esa manera el Senado de la Nación no tendrá más excusas para dejar de ser tierra de asilo para ese tipo de personajes.

Todo ello sin olvidar que el general Viola, ex presidente también él, no estuvo preso porque su muerte natural lo salvó. Algo que es al menos conjeturable que debió haber sucedido con Aramburu, por encubrir la masacre de José León Suarez, y hasta con Perón, por cuanto menos dejar hacer frente al accionar de la Triple A.

Como debería estarlo, e inexplicablemente no está, María Estela Martínez de Perón por su comportamiento permisivo acerca de aniquilar la subversión, con el sentido que desde el sector castrense se le dio a esa palabreja.

Me abstengo de mencionar a Néstor Carlos Kirchner no solo porque ya no está, sino porque no solo no se ha reabierto la causa ya mencionada contra el matrimonio Kirchner por enriquecimiento ilícito, sino porque en su caso y ante su muerte ha quedado extinguida la acción penal.

A la vez omito hacer toda referencia a la señora de Kirchner. Porque hasta este momento no se ha concluido ninguno de los numerosos juicios penales en que ha sido procesada, como es de conocimiento público.

Todo ello sin dejar de tener en cuenta la abrumadora prueba acumulada en su contra, ni tampoco que es notorio que existe una parte importante de la ciudadanía, que inclusive puede llegar a ser mayoritaria, que de esa manera da muestra de un bajo umbral de rechazo a los comportamientos inmorales y parece estar dispuesta a acompañarla en su Operación Retorno y auto amnistía o indulto generalizado, dado lo cual a su respecto queda un final abierto.
Fuente: El Entre Ríos Edición Impresa

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