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Los matrimonios de hoy no son los de antes, por más que todavía, en ocasiones, alguien se case. Dicen que eso pasa porque la gente ahora vive el día a día y tiene un horizonte de mirada corta.

Ello sin olvidar el estrés que explota en irritabilidad, algo que lleva a los convivientes a tirarse con palabras que lastiman más que las balas, y de las que haberlas dicho ninguno se arrepiente; de donde uno de los dos agarra sus cosas y se marcha buscando “rehacer su vida”, en forma temporaria claro está, haciendo con otro u otra conveniente rancho aparte. Los chicos, si los hay, bien gracias, sobre todo si hay una abuela…

Debo decir que me encanta la palabra conviviente, tan prolija ella que no dice nada de nadie, la que les hubiera venido requete bien a los que se “enconcubinaban” y que tantas veces mostraban en su comportamiento una lealtad y una correspondencia que, mirando bien las cosas, era mayor a los que siguen juntos “con libreta”.

Me hablan también que todo esto ocurre porque vivimos en una época en que no existe ni el compromiso, ni la palabra, la que según me dicen ha desaparecido por gastada, de haber sido en otras épocas por tantos, tantas veces empeñada.

Aunque la verdad es que no me explico, a pesar de todo lo que hasta aquí conté, por qué la gente no se casa. Si divorciarse es ahora mucho menos complicado que casarse, y los que se casan no están siquiera por ley obligados a ser fieles, una cosa que no sé si tiene que ver con ese juego de nombre raro que viene a querer decir intercambio pasajero de parejas.

Aparte el negocio que se pierden. Porque casarse da la posibilidad de hacerse de un montón de regalos con que surtir la nueva casa, y aparte de eso el que paga la festichola es el padre de la novia. O ahora ya no es así.

De cualquier modo, este largo espiche tiene una única explicación. Dar rienda suelta a ese confuso sentimiento -en todo caso, un remolino de palabras encontradas- que me provocó ver casar al gobernador de una provincia de nuestro altiplano, no con una hija de la tierra sino con una rubia descendiente de los que se bajaron de los barcos, en una ceremonia que de ancestral no tenía nada, a pesar de la presencia de chamanes o la invocación a la “madre tierra”, porque se me ocurre que todo eso pierde el sentido que a un rito de este tipo le daban los pueblos originarios. Es que este casorio -si es que así puede llamarse- del que estamos hablando, se hizo con la lejana presencia de trescientos policías armados que desde los cerros circundantes asistían entre impasibles y aburridos, a lo que acontecía al bajar su mirada.
Fuente: El Entre Ríos (edición impresa)

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