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Las etapas de construcción de poder son múltiples. Algunos candidatos tienen una empatía natural que los empuja con cierta frescura hacia un destino al que llega casi sin esfuerzo, otros, en cambio necesitan muñirse de una batería de estrategias para alcanzar esa simpatía que a la hora de las urnas se transforma en votos.

Para uno u otro caso, el desafío es el mismo porque a pesar de transitar diferentes caminos, la meta, cualquiera fuera el caso, es acceder al poder.

En ese proceso de construcción son muchas las circunstancias que rodean a un candidato y entre ellas está, claramente, la definición de su entorno de confianza. Ese espacio tiene, además de la carga interna de acompañar las decisiones más fuertes y trascendentes, el peso de un imaginario colectivo que le atribuye más virtudes o defectos de los que realmente tiene, puede tener o le asignan.

Sin dudas, ese entorno también define al candidato y luego de la votación, el perfil de su gobierno.

Cuando Gustavo Bordet accedió a la gobernación de Entre Ríos, su entorno visible más fiel era su copoblano Edgardo Kueider, que asumió en medio de un gabinete heredado del urribarrismo al que fue desplazando poco a poco.

Para hacerlo, Bordet, con inteligencia, esperó los tiempos que por cuestiones financieras o magros resultados electorales, exigían un cambio de modo tal que el implementarlos no tuviera el sabor amargo de la interna, sino el fino contexto de las razones de fuerza mayor.

Hoy, con menos ministerios y más hombres propios, el gobernador transita la mitad de su penúltimo año de gobierno al que le sucederá luego, con certeza, el desafío de una nueva campaña por la reelección, etapa en la que tendrá como enorme capital de ventaja, estos primeros cuatro años de gestión.

Se sumará a eso el liderazgo indiscutido dentro del peronismo local a pesar de ciertas construcciones que, por debajo suyo, intentan consolidarse sin más éxito que el de cooptar las pequeñas fracciones que se dispersan pero que a la hora de los votos definen una elección.

En esa disputa quedó subsumido lo que queda del bustismo y claro está del urribarrismo, dos expresiones que hasta el día de hoy no han logrado convivir.

El liderazgo en política, como tantos otros, se construye a veces por hombres que tienen una clara vocación política y son, en rigor, sus hacedores. Sin embargo, suelen aparecer y no con poca frecuencia otros que, con habilidades de equilibristas, permanecen por tiempo indeterminado en la función, sin caer pero sin crecer, en un compartimento estanco que los define y por propiedad traslativa, también perfila la gestión.

La reforma electoral en debate, el paso del tiempo que indefectiblemente va hacia otra elección y la naturaleza propia de los que están en la política hace de este tiempo, un ciclo de definiciones. Aún lejos de instalar nombres pero demasiado tarde para un desdoblamiento, los nombres cotizan conforme pasan las horas y también de acuerdo a cuán cerca se esté de la espiral de poder.

Cuenta la mitología griega que Dédalo, retenido en la isla de Creta junto a su hijo Ícaro, construyó artesanalmente alas para liberarse de ese cautiverio. Una vez probadas, las hizo también para su hijo al que recomendó, por sobre todas las cosas, no aproximarse al sol, ya que su calor derretiría la cera con la que había pegado cada una de las plumas de las frondosas alas que imitaban la curvatura de las que poseen los pájaros.

A pesar de las recomendaciones de su padre, Ícaro fue más lejos de lo que podía y desafió el conocimiento que a priori le había deslizado con sabiduría su padre. El sol, indefectible, derritió las alas con las que había llegado a rozarlo provocando su caída y muerte.

La analogía entre Ícaro y la construcción del poder nos lleva a preguntarnos cuán cerca se puede estar del poder para disfrutar sus mieles y al mismo tiempo evitar sus males. Y si esa suerte depende más de ser un equilibrista o un hacedor o simplemente de cuánto se arrime uno al calor.
Fuente: El Entre Ríos

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