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Amigo, me pedís noticias. No sé cuál es el sentido de escribirte. Alguna línea por WhatsApp te diría lo importante. Pero quizás lo importante de las cartas, y esto bien lo sabés, no es lo que se cuenta, sino el modo en que se lo hace, lo que adivinamos que queda oculto por alguna razón, que también adivinamos. Creo que no habrá grandes epistolarios para la posteridad. Franz no hubiera escrito a Milena por WhatsApp, a menos que estos puedan guardarse como una larga cadena, con la cual sin duda le hubiera gustado envolverse, pero es probable que estos archivos se pierdan con los problemas que hay con los discos o el "back-up" para las gentes de nuestra edad. Yo pierdo todo lo que creo guardar, los baúles y cajones son más seguros, hasta que lo amontonado es tanto que nos derrota cada vez que queremos arreglarlo. Y ya no quedan baúles.

Además, de pronto caí en el analfabetismo: tuve que hacer el permiso de tránsito, en el celular de la buena de Clotilde, que llega desde la provincia a cuidarme, desde un lugar llamado Varela. Ya logré un permiso previo para los días iniciales de la cuarentena, pero ahora, por unos supuestos solo siete días adicionales, debí rehacerlos. A los 90 esto no es fácil, pero tuve ayuda de mi ahijado por teléfono. En tan poco tiempo, ¡todo de nuevo! Y sin duda habrá que renovarlo, por un motivo u otro. Bueno, Clotilde al menos se encarga del mercado.

Te diría que estoy casi cómodo: cuando nos acercamos a las etapas finales, esta calma inicial es una preparación adecuada, pero analfabeto, me sentí desgraciado. Dicen que han librado 5 millones de permisos, ¿uno más haría diferencia?

La calle tan ruidosa, está ahora muda, como en las madrugadas de las fiestas patrias; solo la sirena de alguna ambulancia y creo que ni siquiera hay delitos que enciendan los coches policiales. Antes, a las 9 de la noche estaba el ruido de las ollas celebrando la labor de enfermeras y médicos, pero ese aplauso también cesó. Nos cansamos antes que los que en verdad trabajan. Sin duda, los recuerdos de esta cuarentena serán divididos en etapas, los primeros cuatro meses, los segundos cuatros, los terceros... En este edificio no se escucha ni el ascensor, anoche me despertó una música que creía venir del departamento de arriba, pero concluí que solo soñaba... ¡hasta la señora del edificio de enfrente dejó de colgar la ropa para secar! ¿Habrá dejado de lavar? ¡Tan misteriosa la vida!

Mis únicas salidas son para el banco y la farmacia. Al banco hay que entrar con parsimonia, plantarse sobre un trapo de piso que ya no tiene Lavandina, pues todo se acaba y luego sentarse por orden de llegada delante de las mamparas que esconden las cajas. Nada de las pantallas luminosas que antes nos dirigían a la ventanilla adecuada, ahora nos llaman a los gritos, lo que, para mi sordera, es muy bueno. Al salir nos ofrecen alcohol en gel: no pude evitar pensar en el agua bendita. ¿Hay todavía?

En la farmacia todo es muy ceremonioso, cola en las veredas, se entra de a uno por vez, los empleados con escafandras y barbijos, que recuerdan al "Hombre del planeta X" (recordarás esa película que vimos en un cine de Villa Urquiza), se mueven en cámara lenta, detrás de un cordón púrpura, como para cardenales. Los comercios de ropa parecen haber cambiado de rubro: desnudaron sus maniquíes y colocaron tablones donde ofrecen barbijos o esas escafandras de acrílico que te mencionaba, o maíz, papas, lentejas y tomates en dulce montón. Algunos han tapado el antiguo nombre del comercio, no sé si porque ya es de otro, o porque están avergonzados por el cambio de rubro. Proliferan anuncios de "Delivery" en lo que fueron cafés o pizzerías, pero no se los ve por las calles: son solo una ilusión. Creen que alguien va a llamar, pero no hay nadie que pueda hacerlo. Todo se está deshaciendo.

Ayer logré hablar con Nancy. ¿Te acordás de los ojos que tenía? ¿Cómo serán ahora? Vive sola, en un piso 20, en Palermo. Cuando los soldados del cuartel de enfrente se olvidan de izar la bandera, telefonea para recordarles... pasa gran parte del día inmóvil ante el ventanal, mirando el río, lo que es una forma de mirar el tiempo, y come solo sandwiches de salame. Al fiambre se lo trae un vecino, también nonagenario, que vive 10 pisos más abajo. Bueno, esto también es la vida.

Un abrazo, y por el momento no contestes... No.
Fuente: El Entre Ríos

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