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Desaprendimos cómo lavarnos las manos
Desaprendimos cómo lavarnos las manos
Desaprendimos cómo lavarnos las manos
Se trata la que así queda formulada, una pregunta que se ha podido escuchar en alguna parte. Y que a la vez, que si se atiende a ella con detenimiento, cabe llegar a la conclusión de que se está más que frente a un interrogante, a algo distinto. Difícil de clasificar o establecer su encasillamiento gramatical, porque cuando se presta atención y se vocaliza su contenido, se lo escucha sonar como un lamento.

Un profesor y periodista italiano, más precisamente de Bolonia, que vaya a saber cómo la está pasando en estos momentos, porque además del lugar donde vive es casi sexagenario, hacía mención en una de sus notas a la cita de otro autor con el que coincidía en su apreciación: el que afirmaba que en esos momentos, anteriores a la epidemia coronavirósica que asola a la península, “la Italia está corriendo peligro de argentinizarse”.

Algo que no suena a cumplido, y que admitiría que desde aquí se respondiera con otro exabrupto, si es que si a alguno de nosotros se le ocurriera advertirle que, según dicen luego de visitarnos, “Italia es el país europeo con el que el nuestro tiene más similitudes”, de esas que hermanan y de las que de una manera recíproca hacen que unos y otros se sientan en esa otra tierra que debería resultarnos extraña, como si estuvieran en su propia casa. De donde inclusive se podría agregar que de ser certero aquel juicio, y también así lo sea la respuesta, que no hemos hecho otra cosa que devolver convertido en fruto acabado, la semilla que ellos sembraron al venir a estas tierras.

Aunque debemos admitir que por nuestra parte hemos sido más impiadosos con nosotros mismos, cuando hemos tenido ocasión de señalar, incurriendo en lo que apenas suena a exageración, que no es cierto que los argentinos “nos estamos latinoamericanizando”, tal como equivocadamente lo afirmaría un fosilizado espécimen superviviente de “la Argentina paqueta”; sino que corremos el peligro de “africanizarnos”, aludiendo con ello a la lastimosa situación en la que viven algunas sociedades del África negra.

Dicho esto de una manera, al menos en nuestro caso, en la que no debe encontrarse ninguna señal de menosprecio, ni siquiera la expresión implícita de quien se siente superior por una suerte de derecho propio vinculado con nuestra propia naturaleza, sino con el hecho de que estamos descendiendo al nivel de los que los integrantes de esas sociedades parten, como consecuencia de la degradación claramente observable en nuestros comportamientos, consecuencia de una involución cultural, que es lo mismo que decir de todos nosotros en cuanto resultamos en gran medida producto de esa cultura en decadencia, a la que al haberla internalizado, hemos insertado en nosotros muy adentro no precisamente para bien.

Con todo lo cual no estamos haciendo ninguna referencia al estado de nuestras instituciones, aunque cabría ver interacciones entre institucionalidad y cultura; ni tampoco siquiera detenernos en traer a colación esa supuesta observación en la que insistimos en su frecuente reiteración, al anoticiarnos de la existencia de otro argentino que triunfa en el exterior en el ámbito de su quehacer especifico, atribuyéndolas al hecho de que “somos sensacionales” considerados uno por uno, pero a la vez un inexplicable sino, reside en una misteriosa incapacidad para “trabajar en equipo”. Algo que de ser verdad llevaría a encontrar la explicación de por qué tantos jóvenes nuestros, con tanta capacidad como ambición, quieran marcharse en busca de otros horizontes.

Y cuando hacemos referencia a nuestra declinación cultural, lejos estamos de hacerlo respecto a una acabada formación libresca propia de los llamados humanistas, ni a la atracción que pueden provocar el cultivo de las artes o inclusive de las ciencias, en general o particular.

Nos estamos refiriendo, en cambio, a la atmósfera o clima de valores, actitudes, usos y costumbres que impregnan una sociedad, y que vienen a dar su tono a las relaciones de convivencia en ella observables. Es decir, a lo que los antropólogos consideran, al hablar precisamente de cultura, entendida como el conjunto de conductas aprendidas, compartidas y trasmitidas por el hombre.

Algo que comienza con la manera en que se desarrolla la capacidad de razonamiento de sus integrantes desde su mismo nacimiento y que continúa hasta el final de la adolescencia. De lo cual dicen mucho y mal, las conclusiones de encuestas serias que muestran una enorme cantidad de nuestros jóvenes -que seguirán así cuando se conviertan en adultos, ya que nada hace presumir lo contrario- que se muestran incapaces de comprender lo que leen, circunstancia que cabe inferir como corriendo paralelo a la del grado de su aptitud para razonar. Y hacerlo correctamente, porque la ausencia de esta adjetivación implica ausencia de razonamiento. De allí que haya podido escuchar lamentase a un viejo profesor de que “de los tiempos en que daba gustos escuchar hasta los que no sabían leer y escribir, argumentar con fundamento y sensatez, a un presente lleno de alfabetos que solo son capaces de balbucear incomprensibles necedades”.

¿Qué significa todo ello? Que entre tanto “desaprender” pareciera que nos hemos olvidado de las prácticas que hacen a la convivencia no solo posible de una manera tolerable, sino hasta saludable.

Sí saludable, porque en tiempos idos, de los que se cuenta, había en la puerta de ingreso a la escuela al momento de la llegada de los alumnos dos maestras examinando la palma y el dorso -sin olvidar las uñas- de la columna de aquellos que se aprestaban a ingresar en aquella; todo ello con el objeto de verificar si estaban limpias. Y de allí, hemos pasado al estado de cosas actual, en que como consecuencia de la epidemia que nos preocupa, se da cuenta de recomendaciones acerca de cómo deben ser lavadas las manos. Algo que, dicho de otra forma, viene a significar que hasta cómo lavarnos las manos es una cosa que hemos des-aprendido.

De donde se explica la extrañeza provocada por quien en un momento dado reaccionara exclamando “quién no sabe barrer”. Algo que es totalmente equivocado, porque el barrer “bien”, se encuentra entre las tantas cosas que no siempre sabemos hacerlo. Es decir, “como la gente”, como señalaba una expresión usual en tiempos en que había “gente” que no solo sabía hacerlo sino que también enseñarlo, incluso de una forma acabada, con el mero ejemplo.

Estamos hasta cansados de hablar, de macro y micro economía. Por lo dicho, se nos ocurre que paralelamente en el “plano social”, así como hace tiempo que la “macro” también marcha a los tumbos, lo más grave es que por su parte la “micro” parece no irle en zaga.

Es que pareciera que debiéramos -lo que en su momento fuera un dicho familiar- “vivir como Dios manda”. Algo que se ve expresado en una infinidad de actos menudos, consecuencia de la vigencia renovada de dos premisas esenciales. La primera, la de reavivar valores fundamentales, algo que significa vivir acorde a lo que se proclama. Después, atender al propio “cuidado” de cada cual, el que se extenderá de ponerlo en práctica, casi sin esfuerzo, al “cuidado” de los demás. Las dos cosas. Ya que mirándolo bien, no resultan tan obvias como aparentan, empezando por el “saludo”, el pedir “por favor”, y después dar las “gracias”.

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