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Lo recuerdo bien. Es una de las cosas que más me quedó gravada, luego de que mi tío volviera más flaco, pero más tostado luego de una larga estadía en Cuba, donde había viajado para ver cómo era la vida en un país “socialista”. De paso, días pasados le pregunté, por qué no marchaba a Venezuela, para ver cómo es la expresión extrema de un país merecedor de ese adjetivo, y me respondió, con mucha razón, algo que me dio un poco de vergüenza, que no se podían tomar a broma, cosas muy serias.

Pero volviendo al paso de mi tío por las tierras de los Castro, tengo muy presente un detalle ínfimo por su insignificancia aparente. Es que entre las cosas que me contó, había una que a él primero y a mí después nos había llamado la atención, cual es que en cada ciudad importante, y otras según él no tanto, había un personaje “rentado”, a quien se le confería el pomposo rango de “historiador de la ciudad”, y que según sus suposiciones, porque enfrascado en otras preocupaciones de las que la menos reprobable era seguramente ocuparse de los efectos digestivos de los mojitos, los cuales -según me dijo- lo sorprendente es que puede beberlos y seguir haciéndolo, sin cuenta y sin emborrachase que era lo mejor, no le quedó nada de tiempo para visitar alguno y de esa manera enterarse de lo que hacía, aparte de cobrar lo que estimaba era un misérrimo estipendio, como según me dijo ese era el nombre de lo mal pagado.

Por mi parte, el recuerdo de “el historiador de la ciudad” no es una cosa que me quite el sueño, ni que aflore a mi cabeza, llena como está de ideas y acontecimientos que considero más importantes, para ocupar el escaso tiempo que me queda disponible.

Sobre todo, teniendo en cuenta que es una función que considero que no es necesario buscar trasplantar y adoptar, porque si hay una cosa meritoria de la que tendríamos que enorgullecernos, mucho más de lo que estamos, es que en cada localidad de nuestra Patria chica, no son uno sino infinidad de vecinos calificados, no solo por su conocimiento sino por el inestimable valor de su afición, que no se cansan de bucear en nuestro pasado vecinal, al que tratan de insuflarle vida con honesta objetividad. Dicho al pan, pan y al vino, vino, redescubrir las cosas como fueron, sin caer en el ejercicio tramposo del relato, que como se sabe debería quedarse para las novelas, aunque cosa curiosa, en un mundo que cada vez da la impresión de una mala novela de horror, ahora a los novelistas se les ha ocurrido escribir sobre hechos reales, y decirlo francamente desde el vamos.

Pero no sé qué explicación darle a que cuando paseando lentamente por una de las calles de mi ciudad, de esas sombreadas, y con las veredas impecables, y llenas de vecinos amables que no dejan de estrechase la mano con cariño al encontrarse, descubrí un detalle -algo que viene a demostrar la importancia que hay que darle a los detalles- que desentonaba con ese cuadro casi paradisíaco, porque como he escuchado decir a los más chicos “era cosa de no creer”.

Un detalle pequeño, pero que me resultó molesto, ya que en un coqueto local, a cuya existencia no había antes prestado atención, lo que me hace presumir que hacía muy poco que fuera inaugurado, sobresaliendo en forma perpendicular del frente había un carta que decía “El pollo feliz de ser asado”, que era completado con una aclaración que cortó mi sonrisa apenas esbozada de un saque, al leer que decía “Roticería”.
Fuente: El Entre Ríos (edición impresa)

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