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Me han dicho que soy amigo de irme por las ramas, lo que haría que todo lo que diga termine perdiendo seriedad. No es que me disgusten las críticas pero de cualquier manera, tratarme de esa forma, tiene en dosis repartida, un poco de verdad y otro de maldad.

Tampoco voy a hacerme el incomprendido, algo que en la actualidad muchos de mi edad usan como estrategia, para que los arrullen -si es que no los mandan de paseo- como si fueran un bebé.

Explico lo que pasa, porque a lo mejor no me sale bien, ya que lo que busco echar sobre este mundo triste y mucho más que eso, más allá de ser el único que tenemos, en el que las gracias son pocas cuando se nos da la ocasión de disfrutar de la alegría a la que siempre hay que buscar; lo que trato, digo, es de echar sobre el mundo una mirada “light”, como entiendo que ahora se dice, y con lo que busco “alivianar” la carga que de cualquier forma tenemos que llevar, a la vez que abrirle los ojos a tanto inocentón que o se las cree todo, o no entiende nada.

Tomo para dar un ejemplo, el caso de chicas que un día de imprevisto desaparecen de su casa o no se las ve volver. Dejo aparte los casos trágicos de esas pobres a las que se las viola para después asesinarlas y dejar su cuerpo sin vida y profanado de una manera que viene a profanar lo que es sagrado, como es la vida, todavía más. También el de esos ángeles que son raptados utilizando maniobras arteras de diverso grado, casi siempre en las que se hace presente el engaño u otra manera astuta de maquinar. Aunque en todos los casos termine haciéndose presente, al principio o al final, una violencia que mata sin matar, y que viene a desembocar en eso que se menta como trata de blancas. Y explico que si esquivo ocuparme de esas situaciones, es porque de hacerlo, mi mirada se volvería afrentosa en lugar de mostrarse light.

Mi mirada se posa por eso en casos que, aunque provocan susto, terminan con un final feliz. Como el de las chicas aquéllas -lo digo de esa manera, porque que esas cosas sucedan es más frecuente de lo que se llega a saber- que por una razón u otra, dejan de un momento para otro su casa y no vuelven cuando se supone que ya deberían estar de nuevo allí, y provocan con su ausencia la explicable y justificada conmoción materna que se contagia a la vecindad; y es usada por la radio y la televisión como forma de ayudar y a veces de alimentar audiencia e histeria, y que moviliza a la policía y a los bomberos quizás. Hasta el momento en que la chica vuelve, aunque no lo más pancha con seguridad, a su hogar o se la encuentra vaya a saber dónde y con quién.

Casos como los que acabo de tratar de describir de la manera más aligerada de que soy capaz y sin que ni remotamente se me cruce por la cabeza asociarlos a una situación real particular, me lleva a traer para aquí remarcarlo el caso de los dúos disfrazados de tortolitos emparejados, que luego de prometerse amor eterno, a la primera de cambio terminan cada uno por su lado por una nimiedad. O sea, por un berrinche de la pequeña doña o por el encocorado varón ofendido gratuitamente por su excesiva susceptibilidad.

Situaciones, las de esos dos tipos, y ahora hablando con la mayor seriedad, que me lleva a preguntarme si en este mundo, lleno de cosas en que su característica común es que todas ellas sean descartables y que desde el vamos lo sabemos y hacemos así, las relaciones humanas se están convirtiendo en algo parecido, porque toda relación parece estar impregnada de precariedad y, como consecuencia, nadie aguanta nada de los otros e inclusive no se aguanta a sí mismo, y que cuesta cada vez más ser entendido cuando a alguien se le ocurre mencionar palabras como paciencia, fidelidad o solidaridad.
Fuente: El Entre Ríos (edición impresa)

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