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Acerca de un preocupante error en la selección del lugar para lleva a cabo la ceremonia de un velatorio

No sólo se debe, sino que se tiene que dejar a los muertos descansar en paz. De existir para ellos un juicio, a partir de su instante postrero, de los que existen muchos que lo descreen, aunque existen otros que están convencidos de ello, por nuestra parte no sería asunto nuestro.

Aunque quienes tienen fe en que ello ocurra, como lo es en nuestro caso, lo hacemos con la creencia que la Misericordia primará por sobre la Justicia; considerando a ambas en un plano trascendente. Ya que no se trataría de ese modo de un juicio terrenal sino de un Juicio con reglas y criterios en nuestro caso ignotos.

De donde partimos de la base que a nivel terrenal, y al buscar formular un juicio circunscripto a acotados actos de una persona, y no de su vida entera, tenida como un solo bloque, consideramos que solo son posibles las valoraciones cargadas exclusivamente de una dosis –con una medida diversa- de subjetividad.

A lo que se agrega otra circunstancia que complica aún más las cosas, cuál es la de que al juzgar a quien ha recorrido enteramente su parábola vital, dicho juicio se lo hace sopesando lo peor o lo mejor de su existencia, y no en forma global, sus trabajos y sus días.

Reflexiones que deberíamos tener presentes de una manera permanente, sobre todo en una sociedad como la nuestra en la que se utiliza tantas veces a los muertos, como armas de combate entre los vivos, con el objeto de zanjar conflictos y enfrentamientos de la actualidad.

Nos viene así a la memoria, esa muestra de encono de José Mármol con la que apostrofa a Juan Manuel de Rosas –“muerto en vida” en su destierro- cuando le profetizaba, en forma errónea que “ni el polvo de sus huesos la América tendrá”. O la profanación de tumbas, o el secuestro de los cadáveres de quienes en vida fueron figuras públicas notorias, por fortuna entre nosotros poco frecuente; o el daño de un ensañamiento deliberado e igualmente condenable, que no es infrecuente ver en estos días consumar en monumentos erigidos en sus memorias.

Y si hemos avanzado, dando la impresión de que lo hacemos con la sensación de estar pisando un tembladeral, lo es porque nos moveremos en un terreno en que nos ocuparemos de aquí en más, efectuando una referencia sesgada a la persona de Sergio Varisco.

Algo que resulta insoslayable por el hecho que el centro de nuestra atención, y de la que es nuestra intención es provocar una reacción serena y objetiva en todos quienes lleguen a leer estas frases, acerca de la circunstancia por la cual los restos mortales del mencionado hombre público hubieran sido acogidos para su velatorio, en un salón de actos del Concejo Deliberante de Paraná.

Es necesario repetir que nada tiene que ver todo lo que sigue con el malogrado Varisco, y lejos está en nuestra intención la de juzgarlo, ya que ni es nuestra función periodística el hacerlo, sino que a la vez, por nuestra parte procuramos atenernos con esforzado empeño –por más que habrá seguramente una ocasión en que habremos caído en falta, al transgredirlas - de cumplir con aquella indicación evangélica que advierte que no debemos juzgar, sino queremos ser juzgados.

Es por eso también que atendemos, y hasta valoramos de la misma manera, con todo nuestro respeto, el dolor y todos los sentimientos de afecto desolado que se vio exteriorizar ante su deceso.

Nuestro reparo reside, en consecuencia, exclusivamente en el hecho de que hemos asistido a la realización del velatorio de los restos de un hombre público en uno de los recintos de una institución municipal, a pesar de haber sufrido en tiempo reciente una condena – la que estaba cumpliendo- por la comisión de delitos graves vinculados en forma directa o indirecta, con el ejercicio de sus funciones municipales.

También aquí debemos comenzar por advertir que no consideramos que nos corresponde pronunciarnos acerca ni de la normalidad del proceso, ni de si la sentencia fue dictada de acuerdo a los hechos y al derecho. Tan solo es nuestra obligación limitarnos a señalar ese hecho.

Pero al mismo tiempo, no dejar pasar por alto que el lugar de su velatorio, se lo interprete, como seguramente ha ocurrido, como que las conclusiones de una sentencia judicial condenatoria, puedan haberse vuelto invisibles y desaparecer completamente ante la infausta circunstancia de su muerte.

Algo grave, independientemente de las valorables expresiones de comprensible y dolorosa empatía en el caso de los amigos, o las expresiones solidarias de quienes fueron a despedirlo de una manera personal, dándole un último adiós, en su tránsito hacia su última morada.

Porque no es cierto -ni en este caso ni en ningún otro- ante la muerte, ni ante ninguna otra circunstancia, de una pretendida absolución “por el juicio de la Historia”. Ya que lo único cierto es que existen diferentes maneras de escribir, algo que es -en definitiva- una única historia. Máxime teniendo en cuenta que a la Historia, al pretender convertirla en una suerte de juez impersonal, de ese modo termina siendo no otra cosa que una entelequia.

Y que el haber habilitado, en la ocasión materia de esta nota, en un ámbito público con la señalada finalidad –el salón de actos del Concejo Deliberante de Paraná como recinto de la ceremonia- representa entonces una agresión doble a la institucionalidad, por poder llegar a vérsela encaramarse como algo normal, por encima de una sentencia judicial.

Al mismo tiempo que dar a un supuesto veredicto de esas características que es su consecuencia, no otra cosa que la muestra de un jalón más en la naturalización de aquello que es anómalo y no está de acuerdo con reglas razonables, y que por lo mismo es de peligro extremo, aun en el caso que no quepa considerarlo como el primero, de estos perniciosos precedentes.

Algo que nada tiene que ver ni con el dolor sincero de sus familiares, ni con la válida y consecuente actitud dolorosa de sus amigos y la solidaridad sincera de sus correligionarios. Ya que ellas no sirven para lavar culpas, sino solamente como una muestra de afecto, que una manera de ignorar errores, de los que en mayor o menor medida hemos sido partícipes.

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