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Desde chiquito me han enseñado a respetar a la muerte. Y a todos los muertos, aunque en vida se haya dado el caso que nos gusten más o menos. También me educaron en la necesidad de respetar todas las creencias que cualquier otro pueda tener acerca de la muerte, aunque se trate de personas que creen no hay otra vida después de lo que se conoce como “vida terrenal”.

Es por eso, quizás, que me resulte incomprensible que haya quienes vivan como si la muerte no existiera. Y cuando no tienen más remedio que saber que una persona ha muerto, tratan de banalizarlo. Claro que no hay en esta opinión nada que se parezca a una crítica, porque resultaría temerario. Nunca se sabe lo que pasa en el interior de esas personas, y la manera que manejan en el fondo de su corazón la ausencia y la pérdida. Bien dice el refrán que al final la procesión siempre va por dentro…

Mi tío, que como se sabe a veces quiere hacer de filósofo, me repite cosas -que no sé de dónde sacó- cuando me dice que empezamos a morir desde que nacemos y que de allí en más hasta el final, hay una sucesión de muertes, ya que dejar atrás la infancia, es una forma de morirse, como lo es el terminar los estudios, o abandonar el estado de soltería, algo sería el emparejarse.

La muerte, me repite, es un tránsito, el pasar de un estado al otro como lo es el nacimiento y la misma muerte final, en lo que lo peliagudo no es en realidad la muerte, sino el morir. De allí que sean tantos a los que se les escucha decir que lo mejor es una muerte súbita, ya que en ese caso evitan el agónico trance del morir.

Como ven, me he puesto sentencioso y hasta solemne, a mí, que me cuesta no precisamente tomar la vida en solfa, sino mirar las cosas que me hacen sonreír.

Lo que ha pasado es que me he anoticiado que en Tijuana, un lugar de México pegadito a los Estados Unidos donde debería, según Trump, ya estar construido un muro, algunas personas que entraron a un comedero del lugar lo encontraron “decorado” con un bulto envuelto con una bolsa de plástico negra, de donde se asomaban unos zapatos deportivos manchados aparentemente de sangre, y daba la impresión de que se trataba de un cadáver embolsado y, para colmo de males, ubicado en seguida de la puerta principal.

Una cosa de no creer, porque ni siquiera puede explicarse como un caso de humor negro. Sobre todo cuando en todo el territorio de Tijuana y en Baja California, según también me cuentan, la situación de violencia e inseguridad se encuentra en uno de sus puntos más altos. De enero a agosto de 2018 se contabilizan 2275 homicidios en Baja California y en Tijuana son 1664 los muertos de aquel total de 2275…

Indudablemente la locura de la violencia, no solo dice de muertes, sino de juegos en torno a ella, algo que es otra forma de locura.
Fuente: El Entre Ríos (edición impresa)

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