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Con expresa referencia al mal decir y la vulgaridad presentes en el discurso de Trump y Bolsonaro

En la actualidad se ve a personas a las que se debería considerar sino próceres al menos hombres de estado –no nos olvidamos de las mujeres, pero estamos recurriendo a un “clisé” que viene desde épocas pretéritas- atento a una trayectoria que los debería volver ejemplares, en la medida que al menos desde una de las perspectivas desde que es dable observarlos, el “procerato” es inseparable de su “ejemplaridad- descender a lo que cabría designar como una extrema “vulgaridad”.

Debe quedar claro, con el objeto de no ser mal interpretados, que el volverse una persona “ejemplar” está al alcance de cualquier ser humano – así como dentro del ámbito religioso se advierte que no está clausurado para nadie el “camino hacia la santidad”, o que como decía Napoleón Bonaparte “todo soldado lleva en su mochila el bastón de mariscal”- en el caso de mostrar en su comportamiento ingredientes que su valioso mérito se hace digno de ser imitado.

Pero también corresponde señalar que para el común de los mortales el volverse un ejemplo apreciado por su conducta es una deseable aspiración que es libre de adoptar, más allá de que sea ello lo deseable; en el caso de los próceres, si es que pretenden serlo de verdad, el procurar mantener en todo momento una conducta con esa aptitud es una obligación. Se trata de un juicio que como toda generalidad se vuelve un exceso, sobre todo cuando a lo que se hace referencia es a la conducta humana, respecto a la cual existe una evangélica advertencia acerca de los peligros que entraña todo juzgar.

Dado lo cual, habría que concluir con esa simplificación absurda que disculpa en toda persona de esa calidad cualquier vicio o desmesura, con la apelación al falso argumento que a la postre se trata de hombres, y ya se sabe que “la carne es débil” – considerándola con una acepción más extensa que su significado estricto- que resulta inadmisible.

Sin perjuicio de que para valorar el carácter ejemplar de una persona debe atenderse no a casos aislados, sino a una trayectoria de la que resulte un ajustado balance.
Pero lo que no puede admitírsele a nadie con pretensiones de ser de prócer, la vulgaridad en su proceder. Una de cuyas manifestaciones es dable encontrarla en la grosería en el hablar e inclusive hasta en la manera de insultar.

De la que son casos relevantes el lenguaje chabacanamente ramplón utilizado por los presidentes Trump y Bolsonaro al momento de calificar a otros gobernantes. Con el olvido de que ese tipo de vulgaridad en el lenguaje, es el primer paso para hacer imposible todo tipo de convivencia. Algo que no puede indudablemente achacársele a Lula de Silva cuando en recientes declaraciones a periodistas con los que tuvo un encuentro desde su encierro se lo escuchó decir “Sé muy bien qué lugar me reserva la historia. Y sé también quién estará en el basurero”.

Palabras que no tienen nada de vulgares, por más que quepa considerarlas como manifestación de una saludable autoestima, de no poder ver en ellas al menos un dejo de soberbia.

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