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Al menos muchos de nosotros -con excepción de los “negacionistas” como era el caso de Trump, que pasó de esa actitud al otro extremo cuando vio que “las papas se empezaban a quemar” y un raro tipo de egoístas, cuyo falso sentido de superioridad es, como suele suceder, una forma de ignorancia- no podemos dejar de sentirnos preocupados en diversos grados por esta variedad de epidemias que ya están entre nosotros, y no precisamente por haber llegado llovidas del cielo.

El grado de preocupación al que nos referimos, con mayor intensidad, está presente sobre todo entre las personas de mayor edad. De allí que resulte verosímil la afirmación de un periodista deportivo al ironizar con mal gusto sobre la situación, señalando que han aparecido nuevas categorías de personas que no son las de los “sub”, con la que se hace referencia a los segmentos etarios cuyos integrantes están en condiciones de participar en diversos torneos de fútbol; ya que como consecuencia de las circunstancias que nos tocan vivir, se han hecho presente las de los “sobre”, comenzando con las personas cuya edad es superior a los 65 años. Todo ello, sin dejar de tener en cuenta que, de cualquier manera, los diversos grados de esa preocupación son transversales a los distintos segmentos etarios.

Es que están presentes en todas ellos, en un extremo quienes tienen presente la posibilidad de ser tocado por el virus, pero se limitan a encomendarse a los caprichos del azar, que puede mostrarse con ellos complaciente; hasta el otro extremo en que la preocupación explicable, se la ve convertida en un pavor histérico.

En este repaso no podemos dejar de volver a los que hemos calificado de “egoístas ignorantes” -en realidad, más preciso sería referirse a ellos no como ignorantes, que también lo son, sino como “antisociales”- que se comportan como si por vivir en una suerte de Olimpo propio ni se cuidan a sí mismos, sino que a la vez se despreocupan del cuidado hacia los demás. Pasando por alto la sabia enseñanza que la mejor manera de cuidarse a sí mismo, es prestar especial atención al cuidado de los demás.

Todo ello sin advertir, que la primera enseñanza que debería dejarnos esta crisis es la de la necesidad de que nosotros, rebeldes como somos por naturaleza al cumplimiento de las reglas sociales, adquirimos la sana costumbre de ajustarnos a ellas, en la medida de lo posible; dicho así porque en medio del desorden caótico en el que vivimos, no es extraño toparnos con reglas caprichosas cuando no absurdas.

Es que, en ese orden de ideas, otra lección que la crisis nos puede dejar y que deberíamos adoptar, es que el comportarse bien y hacer las cosas de esa manera resulta más sencillo, y menos oneroso sino también con consecuencias gratificantes; que proceder de la manera contraria.

Ese es el ejemplo que nos dio nuestro presidente Alberto Fernández, con su mensaje por cadena nacional, en el que con un lenguaje tranquilizador aunque realista, y con un contenido ceñido a las circunstancias, cabría afirmar que es la primera vez que desde la cima del poder nos habló a todos los argentinos.

Algo realmente positivo para todos, comenzando por él mismo. Ya que la epidemia, aunque no sea siempre advertido, en la manera como la enfrente con los escasos medios disponibles, de resultar sustantivamente exitosa -más allá del número de víctimas fatales que se cobre- aparece como la mejor de las posibilidades, en medio de un escenario harto complicado como es el nuestro, para construir un liderazgo, como el que siempre dado los rasgos de nuestra cultura institucional, asociamos a la figura presidencial.

Mientras tanto, volcada como está nuestra atención al arribo y difusión del coronavirus, que exige extremar las medidas de contención y de mitigación de los efectos de esa epidemia, no debemos dejar que de esa manera quede opacado, algo que con nuestra mirada de profano, consideramos un mal endémico entre nosotros, más allá de sus brotes episódicos, como es el caso del dengue.

Un mal tan conocido en su mecanismo de trasmisión, que como se sabe es una versión “atigrada” del mosquito, si prestamos atención a su aspecto exterior, y que se constituye en el vector trasmisor del maldito virus que provoca esa enfermedad.

Enfermedad ésta que puede ser controlada con medios simples -entre los cuales, contra una primera impresión nos hace pensar, no es la fumigación la acción principal- encaminados sobre todo a que cualquier depósito de aguas quietas y abiertas, independientemente de su tamaño, puede llegar a transformarse en un criadero de las larva de ese mosquito.

Hubo oportunidades en el pasado, que empleados públicos efectuaban en casas y espacios abiertos visitas con el objeto de detectar la presencia de potenciales criaderos, o los que ya estaban “funcionando a pleno”, en un combate que se centraba en los “cacharros”.

Como sucede en tantos otros ámbitos, se asistió a una interrupción en un esfuerzo que, de persistir, hubiera concluido en la incorporación en todos de hábitos saludables de mayor amplitud, como son la incorporación de prácticas de higiene, prolijidad y orden, no solo en viviendas y todo tipo de locales sino en sus espacios circundantes.

Por otra parte, no puede dejarse de advertir la importancia que tiene el hecho, que vistas las cosas de la forma referida, la actual situación viene a servir de una manera más acabada, de ser ello necesario, para desnudar las falencias estructurales de nuestra sociedad.

Aparece claro, como ha tenido ocasión de señalarlo Agmer en un reciente documento sobre el tema, la circunstancia de que para hacer mención a una sola circunstancia, la magra partida que recibe cada escuela para gastos de higiene edilicia. Algo que se repite en el caso de la mayoría de los hospitales, y que habla también de la pobreza franciscana de nuestros centros de atención primaria.

Un estado de cosas, que al quedar ahora -como si ello hubiera sido necesario- completamente develado, debería llevar a nuestras autoridades a reformular radicalmente las prioridades en materia de gastos e inversiones. Viene al caso traer a colación, una máxima que de tanto reiterarla nos provoca la falsa impresión de ser de nuestra autoría, cual es que a nuestro gobierno “no es cierto que los recursos que cuentan le resulten insuficientes, sino lo que sucede es que los gasta mal”.

Como se ve, tratando de mirar lo positivamente aprovechable de la mala cara con la que nos enfrentamos, tendríamos que aprovechar a esta para actuar recordando, como frecuentemente se dice, que debemos mirar la crisis también como si se tratara de una oportunidad.

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