En Brasil, luchar contra la corrupción causó inestabilidad; que en Argentina no lo haya hecho permite sospechar que el cambio no es tan profundo.

Cabe suponer que nadie preferiría vivir en una sociedad en la cual la corrupción estuviera extendida, en lugar de hacerlo en una sociedad en la cual la corrupción fuera perseguida y condenada. Si el punto de origen fuera el primero, como parece haberlo sido en Argentina, no debería sorprender, entonces, que la mayoría apoye un cambio hacia una sociedad menos corrupta.

Esta transición hacia una sociedad honrada, sin embargo, generó inestabilidad en muchos países. Así ocurrió en Brasil a partir del Lava Jato y así había ocurrido en Italia luego del proceso de mani pulite, que acarreó consecuencias de largo aliento, como la llegada del populista Berlusconi al poder, que quizás no fueran las pretendidas por quienes bregaban por una sociedad más honrada al comienzo del proceso.

Lo que ocurra en Brasil no es indiferente para nuestro país. Los lazos comerciales y financieros que tenemos con nuestro vecino hacen que cualquier atisbo de inestabilidad política en Brasil aumente los riesgos financieros para Argentina.

En Brasil, el hartazgo de los votantes con la corrupción estalló con el escándalo del Lava Jato, que llevó al juicio de destitución contra la expresidente Dilma Rousseff. El proceso derivó en una sucesión débil y una transición hacia las elecciones de 2018 en la que lo único cierto es la incertidumbre.

Es que los acuerdos políticos entre partidos tradicionales no alcanzaron para calmar a una justicia que actúa de manera independiente, ni a la población. Cada ronda de acusaciones, juicios y arrestos aumenta la sed de justicia y, al hacerlo, disminuye la confianza en la clase política.

Ocurre que cuando la madeja comenzó a ser desenredada, quedó claro que pocos estarían a salvo. Michel Temer, el sucesor de Rousseff, tampoco tiene las manos limpias. Y aunque se habilidad política le permitió evitar su propio juicio de destitución, su popularidad y su credibilidad se derrumbaron.

A lo que no pudo escapar Brasil es a la crisis del sistema de partidos. Las encuestas preliminares para las elecciones presidenciales de octubre de 2018 muestran al expresidente Lula de Silva al frente, con casi el 35% de intención de voto, pero casi 45% de rechazo. Lo de Lula podría asemejarse a lo del Frente Para la Victoria en 2015 y 2017. Lo novedoso es quienes lo siguen en las preferencias: el exmilitar Jair Bolsonaro, una especie de Donald Trump brasilero, y Marina Silva, que ya fuera candidata por el Partido Verde. En el hemisferio norte, ambos candidatos serían calificados como anti-sistema. Los candidatos de los partidos tradicionales y del establishment no sólo quedaron lejos en las preferencias, sino que ni siquiera está claro quiénes serán.

Cualquiera de las opciones que hoy lidera las encuestas promete un período 2018-2022 inestable, lo que entraña un riesgo para nuestro país y para toda la región. No sólo el 25% de nuestro comercio exterior ocurre con Brasil, sino que lo que ocurra con el riesgo-país allí será determinante para el costo del financiamiento de nuestro déficit fiscal y el nivel del tipo de cambio.

Combatir la corrupción es un objetivo deseable, pero no es inocuo. La transición entre una forma atávica y extendida de hacer política y negocios hacia otras formas genera ruido. En Brasil, el Lava Jato fue desenmascarado por un conjunto de jueces y fiscales creíbles, íntegros e independientes. Que desataron un período de inestabilidad política cuyo final cuesta vislumbrar.

En Argentina, por el contrario, el súbito afán del fuero federal por acabar con la impunidad no causó inestabilidad alguna. Es más, parecería haber consolidado al gobierno, a juzgar por el resultado electoral de octubre. ¿Será motivo de alborozo o señal de que nada profundo cambió?

Los allanamientos, juicios abreviados y encarcelamientos no pueden darse por indicios ciertos de un cambio en la justicia. Es cierto que varios exfuncionarios, otrora impunes, están hoy tras las rejas. Pero también lo es que los actuales paladines de la justicia son los mismos que antes formaron parte de aquella red de corrupción y extorsión. Cuesta creer que hayan cambiado tanto. Como también cuesta creer que la política quiera que cambien.

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