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Tengo que confesarles algo. No escucho radio. No leo los diarios. No sé de las revistas ni el nombre. Y con la televisión hago eso que llaman zapping. Ni hablar de esos sistemas tóxicos como es el Facebook, aunque la verdad que aquí hablo sin saber en forma directa, porque ni siquiera he tenido el menor interés en manejar una computadora.

Dirán que soy una especie de anacoreta. De esos seres que siempre, y no solo ahora, fueron bichos raros, y menos en estos tiempos llenos de concupiscencia y preñados de una especie de droga que denominan hedonismo, y a la que no cesan de darle latigazos sobre todos los que son sus consumidores más constantes. “Consumidores de hedonismo”, ¡no me van a decir que esa frase no me salió redonda!

Pero siempre hay una excepción a todo, incluso en materia de comportamientos. Excepciones que son comprensibles y aún encomiables cuando son para bien de uno y de los demás. Pero que resultan reprobables, aunque explicables, en el caso contrario.

Pero a la excepción a la que concretamente me refiero no sé como encuadrarla. Porque no es ni una cosa ni la otra, sino extraña. Pasa que cayó en mis manos un pedazo de un diario. Para mejor reciente, y que no estaba del todo muerto. No solo porque era un diario de ayer nomás, que se había salvado no sé por qué de ser prendido fuego por un amigo friolento, al que para colmo de males no le alcanzan las hojas de varios diarios “soporte papel”, como ahora se dice, para encender la chimenea.

Y fue allí donde me encontré con una noticia de que los mayores de 13 años podrán abrir cuentas de caja de ahorro, sin darle noticia a nadie empezando por sus padres, cuentas que podrán utilizar para hacer depósitos en plazo fijo actualizables, pero no en moneda extranjera. Como forma que desde chiquito se aprenda a ahorrar y se adquiera el hábito, seguí leyendo.

Me quedé un rato rumiando lo que había leído. Y asistí a lo que se describe como un elevado intercambio de ideas, que en mi caso no podía ser de otra manera porque soy de estatura alta, y por ende la confrontación no podía ser de otra forma, ya que el choque de pensamientos era conmigo mismo y casi me enloquecían al sacarse chispas ambas voces dentro de mi cabeza.

Es que por un lado había una vocecita que me decía que la idea era buena porque los chicos de hoy no saben hacer otra cosa que gastar lo que tienen y también lo que no tienen, para darse gustos y disgustos. Pero la otra vocecita que sonaba a entre irónica y enojada respondía, que me digan quién puede ahorrar nada hoy en día, y aunque pudiera para qué hacerlo, si a los ahorros se los come la inflación.

Fue entonces cuando me acordé de mi abuela, quien me contó que “había una vez” en la que los chicos que iban a la escuela, podían comprar estampillas que pegaban en una especie de planilla que cuando estaba llena, llevaban al Correo para que le anotaran en una libreta que previamente le habían facilitado, el valor de lo estampillado, que producía intereses y que uno podía retirarlo en el caso de que lo necesitara en monedas contante y sonante. Recuerdo que esa vez hice enojar a mi abuela, cuando le pregunté si se trataba de un cuento. Y ella me contestó con un ¿por qué? y le aclaré que era porque el relato que me hizo comenzaba con “había una vez”, y era la forma que en una época empezaban siempre así los cuentos para los chicos.
Fuente: El Entre Ríos (edición impresa)

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