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Las nuevas tecnologías en materia de comunicaciones, que las han transformado en una gran red interactiva a la que cualquiera puede conectarse y “subir” para hacerse conocer y “viralizar” su opinión, entre otras consecuencias –no necesariamente todas buenas lamentablemente- ha dado a todos la oportunidad de convertirse en lo que en los diarios con “soporte papel” se denomina “editorialista”.

Porque al fin y al cabo ¿qué es un “editorialista”? La respuesta obvia hace referencia a la persona o las personas que en una determinada publicación escriben “el editorial” para cada edición. Otras acepciones más descriptivas y con más contenido, apuntan a la circunstancia que en ese editorial, queda fijada la posición de “el editor” de la publicación, de allí su nombre, respecto a lo que considera más relevante entre la variedad infinita de los hechos de la realidad.

Nota que tiene características remarcables -además del hecho de que en la misma se exprese una opinión y solo una opinión y no una “verdad revelada”-, cuáles son, la primera que del contenido de esa nota se hace responsable el editor, aunque no necesariamente sea el que la haya escrito, ya que por otra parte es quién “pone la cara”, y no se esconde cobardemente en el anonimato. A lo que se agrega la exigencia de fundada coherencia en lo que se opina y el mantenimiento de una persistente perspectiva de la manera de abordar lo que sucede en la realidad, algo que se conoce como “continuidad en la línea editorial”, exigencia que un “periodismo malsano” pretender eludir.

¿Y por qué decimos que cualquiera puede convertirse en editorialista escribiendo su “propio editorial”? La “carta de los lectores” es una forma de hacerlo. Subir un texto a la red con el nombre verdadero de su autor y guardando “una línea”, es otra.

Y esta larga perorata, con no intencionados propósitos docentes, tiene una justificación, ya que lo que pasamos a hacer es redondear este editorial, acudiendo al contenido de una carta de lector, o sea de… otro editorial.

La lectora de marras –no es necesario aquí dar sus datos personales- viene a efectuar puntualizaciones sucesivas, referidas a hechos consecutivos, que terminan redondeados con la expresión de “su “conclusión”.

Primer hecho al que se refiere la lectora editorialista: Once provincias argentinas han consagrado en sus constituciones el derecho a la vida desde la concepción. Ellas son: Buenos Aires, Catamarca, Chaco, Chubut, Córdoba, Formosa, Salta, San Luis, Santiago del Estero, Tierra del Fuego y Tucumán.

Segundo hecho: los senadores representan los intereses de las provincias en la Cámara alta.

Tercer hecho: cada provincia está representada por tres senadores.

Cuarto hecho: de los 33 senadores de estas provincias, 15 no votaron conforme a los principios consagrados en las constituciones de sus respectivas provincias. Muy por el contrario, apoyaron un proyecto de ley que contradice ese principio constitucional. Votaron a favor del proyecto de interrupción voluntaria del embarazo dos senadores de Buenos Aires, uno de Catamarca, dos de Chaco, tres de Chubut, tres de Córdoba, uno de Formosa, dos de Tierra del Fuego y uno de Tucumán.

Conclusión de la editorialista (dejamos aclarado que suprimimos todas las acotaciones que ella efectúa al precisar cada uno de los hechos enunciados): si no han defendido los derechos fundamentales reconocidos explícitamente en las constituciones de sus provincias, estos senadores no son dignos de representarlas. (Final)

Por nuestra parte, somos un poco más benévolos ante esa inconsecuencia, ya que nos parece excesivo hablar de “indignidad”, dado que consideramos que aquí nos encontramos ante una de las manifestaciones de nuestra acendrada incoherencia en el razonar, a la vez que de nuestro enfermizo y tambaleante zigzagueo en el andar, salpicado todo ello con grandes dosis de hipocresía.

Descripción de la situación que quizás no sea menos complaciente pero de cualquier manera es más ajustada a la realidad, más allá de los largos años en los que entre nosotros la cuestión de la dignidad personal se ha vuelto problemática.

Apuntamos mientras tanto, por nuestra parte, a un intento de explicación en ese desfasaje entre el imperativo de la constitución local que debería haber condicionado el voto de esos senadores, y la forma en la que lo hicieron.

Ya que ha sido una larga prédica nuestra – o sea nuestra “línea editorial”- considerar que más que pensar en introducir reformas a nuestras normas constitucionales, a todos los niveles, atento al remanido argumento de su vetustez, de lo que se trataba y se trata, es de lograr que nos ajustemos a su letra y a su espíritu a rajatabla.

Es que si “nos hacemos los osos” frente a los preceptos constitucionales, ¿de qué vale modificarlos y a la vez cómo puede ser distinto nuestro comportamiento en lo que hace a las leyes ordinarias?

Con el agravante que cuando se trata de su cumplimiento, de lo único que nos acordamos es de invocar - inclusive de una manera que los distorsiona y los vuelve caóticos- nuestros derechos, con olvido cierto y extendido de las obligaciones que esas mismas normas nos imponen.

Es que en realidad cuando de reformar nuestra constituciones se trata, comenzado por la nación y siguiendo por las de las provincias, puede decirse que como intención subyacente, dejando de lado todo el palabrerío que se ha utilizado para introducirles modificaciones, e inclusive hacerlas, lo único que realmente importaba era habilitar “la reelección” presidencial en su mandato, o de los gobernadores en su caso.

Quedando en todos los casos en aguas de borrajas lo que era la tentación mayor y silenciada, cual es la posibilidad de la “reelección indefinida” una manera pudorosa de referirse a la presidencia –o la gobernación- “vitalicia”, o sea cuasi monárquica. Ya que resta poco para que se haga presente, la pretensión de volver esos cargos hereditarios, comenzando con los consortes y siguiendo con alguno de los miembros de la prole.

Nos encontramos así, ante una demostración cabal de hasta qué punto la tarea de un editorialista es frustrante, porque somos el ejemplo más evidente –aunque debe permitírsenos el autoelogio de hacer referencia al sentimiento de responsabilidad- de tener la convicción que con las piedras no se tropieza, sino que de patear siempre la misma, cuando no se la hace a un lado se termina por horadarla.

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