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En Borgen, la primera ministra anda en bicicleta
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John Cleese, un comediante inglés conocido por haber sido uno de los miembros del grupo Monty Python, geniales expositores del humor absurdo, escribía hace unos años una carta al pueblo estadounidense en el cual les anunciaba que, vista su incapacidad para elegir candidatos competentes para la presidencia, quedaba revocada la independencia de los EE.UU. con efecto inmediato. La carta informaba al pueblo estadounidense que su Majestad, la reina Isabel II, retomaba sus cargos monárquicos sobre todos los estados (“con excepción de Dakota del Norte, que no es de su agrado”).

El punto culminante de la carta anunciaba que el Congreso sería desmantelado. Se prometía, a cambio, que un año después se llevaría a cabo una encuesta entre los estadounidenses, “para determinar si alguno había notado el cambio”.

En no pocas ocasiones, cabría preguntarse si los anuncios de Cleese no serían recibidos con beneplácito por la sociedad argentina. Poco favor le ha hecho la democracia a la sociedad desde 1983. En términos relativos, hemos perdido contra todos los países latinoamericanos (salvo Venezuela), en casi todos los frentes: tamaño, inflación, distribución del ingreso, educación, salud, seguridad. Mejor no indagar mucho más.

La democracia es el mejor de los sistemas de gobierno cuando funciona conforme al diseño que le da la Constitución, algo que en nuestra democracia no se cumple. La política se ha apoderado de la democracia. La trata como un bien propio y no de la sociedad. La forma en que votamos (listas-sábana, voto manual) están diseñados para servir a los partidos políticos, en especial a los mayoritarios. Dan rienda suelta a diversos tipos de fraude, a la vez que garantizan la lealtad de los elegidos a sus partidos y no a sus votantes.

Pero el mal funcionamiento democrático no acaba ahí: el gobierno, mediante Decretos de Necesidad y Urgencia, que por una interpretación arbitraria, contraria al espíritu constitucional, no deben ser refrendados en el Congreso sino que basta con que no sean rechazados, también simboliza el secuestro de la democracia por la política. Ningún partido político lo cuestiona.

Los legisladores no son, como dice el Preámbulo, “representantes del pueblo de la Nación Argentina”. Son los dueños de la democracia argentina, pero se han vuelto esclavos del Ejecutivo Nacional. Como dice Cleese, si no estuvieran ahí, nada cambiaría. Los DNUs los reemplazaron. De no existir el Congreso Nacional, liberaríamos $33000 millones de gasto presupuestario, que se van entre los 1500 asesores para 72 senadores, los 2200 empleados para 257 diputados, y los viáticos que cobran los legisladores aunque sesionen por Zoom. Nos ahorraríamos, también, algunos bochornos que la virtualidad ha sacado a la luz.

Una forma más directa de determinar cuánto de la democracia ha sido secuestrada por quienes se dicen nuestros representantes sería someter a quienes se dicen nuestros representantes, democráticamente elegidos, a una prueba esencial de supervivencia: que caminen sin custodia por la calle. ¿Cuántos la pasarían?

Para un argentino, la serie danesa Borgen muestra cómo la Primer Ministro se mueve en bicicleta por Copenhague sin que nadie le preste atención. Muchas veces, sin ser siquiera reconocida. En Alemania, se dice que, tras 16 años como canciller y una enorme influencia global, Angela Merkel volverá a su casa familiar a disfrutar más tiempo con su marido en la ópera, haciendo senderismo y viajando. Es decir, llevando a cabo una vida normal. Todo indica que Merkel podrá ir al supermercado sin ser hostigada. Quizás porque nunca se dedicó a hostigar a su pueblo.

¿Pueden los políticos argentinos circular con libertad? Cuanto más alto llegan, menos posible parece. Quizás sea una prueba de cuánto representan a (y trabajan para) la sociedad y de cuánto se representan a (y trabajan para) sí mismos.

Cuando los líderes creíbles toman medidas que restringen algunas libertades individuales, las ciudadanías las creen y aceptan (aunque últimamente la tolerancia ha sido puesta más en duda en todo el globo). Cuando nuestros líderes imponen restricciones, pocos creen que sea por nuestro bien. No los respaldan ni las formas ni los resultados. Su credibilidad y, por extensión, su autoridad, están devaluadas como el peso.

John Cleese hacía su alegato cómico en favor de la revocación de la independencia estadounidense poniendo como razón la manifiesta incapacidad de ese pueblo para elegir bien. Y sugería eliminar el Congreso. Era una nota que, en la tónica de Monty Python, hacía humor por el absurdo. En ocasiones, la realidad se parece mucho al absurdo.
Fuente: El Entre Ríos

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