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El peligro de incurrir en la confusión de conceptos

Resulta claro que nos enamoramos de las palabras hasta llegar a aplicarlas sin ton ni son. Una situación solo explicable por el encantamiento que nos provoca el escuchar como suenan, y el recuerdo de las expectativas que provoca la circunstancia que hubo tiempos en que su empleo tenía un sentido diferente, todavía comprensible, pero el cual ahora se ha vuelto casi incomprensible (así, cuando nos referimos a la palabra empeñada, le doy mi palabra, Fulanito es un hombre de palabra, y en cambio Menganito no tiene palabra
Por Rocinante

Es lo que sucede en el caso del empleo adjetivado, con calificativos que le dan una orientación en cada caso diferente, del término soberanía. Algo que resulta explicable por el hecho que parecemos llegar no ya a olvidar, sino y llanamente dejarnos ganar por la ignorancia, de que la soberanía es una sola y de naturaleza política. Y que cuando se la adjetiva de una manera que lleva a recordar a un descuartizamiento, aludiendo a la soberanía alimentaria, o a la energética, o a la sanitaria, en realidad se debería hacer presente el temor de que a esa única soberanía, que es de naturaleza política lo que está perdiendo, cuando ya no lo ha perdido del todo.

Es que en realidad, al proceder de esa manera, en realidad estamos queriendo referirnos a la autosuficiencia en diversos ámbitos de nuestro vivir, que es difícil por no decir imposible de alcanzar. La que viene a ser la versión más sofisticada de la ya legendaria consigna de un reconocido y honesto hombre público como fuera Aldo Ferrer, cuando sintetizó de esa manera su concepción económica, vulgarizándola con la consigna de “vivir con lo nuestro”.

Una manera de ver las cosas que resulta respetabilísima, más allá de no compartirla. Ya que por mí parte, aunque admito que puedo estar equivocado, a esa válida aspiración, la veo asociada generalmente con la pobreza y estancamiento. O sea, que me lleva a pensar cual era la situación en los pueblos primitivos hasta que inventaron (no sé si esa es la palabra exacta) eso del intercambio de bienes y hasta de servicios.

Pero no siempre resulta adecuado la mención a esa variedad de soberanías adjetivadas, ya que ello significaría forzar en extremo su empleo. Una manera de ver las cosas, la que hace ahora no resulte curioso que hayamos comenzado a aplicar de una manera indebida la palabra emergencia (la que según el diccionario describe situaciones imprevistas que requieren una especial atención y deben solucionarse lo antes posible) y que ahora se ha puesto de moda con un alcance que es precisamente lo opuesto a su real significado.

Ya que diciéndola de una manera simple y llana en el sentido que actualmente se la utiliza, no siempre se hace referencia a una emergencia verdadera, en cuanto es real y concreta; sino que la utilizamos como manera de ocultar nuestra negligencia y ausencia de idoneidad.

Pongamos por caso, a la actual pandemia generadora de una cuarentena indefinida en su duración. La pregunta es: ¿nos encontramos aquí ante una emergencia sanitaria? La respuesta afirmativa aparece como obvia, pero en realidad no es del todo correcta, ya que en realidad enfrentamos lo que es una emergencia a medias, dado que al momento de enfrentarla no contábamos (ignoro si en la actualidad es suficiente, pero indudablemente da cuenta de mejoras notorias) ni con la infraestructura, ni con la aparatología, ni los otros recursos materiales o humanos indispensables para atender de la manera mejor posible no solo a esa situación, sino a la población en los casos ordinarios y frecuentes.

Mientras tanto, en verdad resulta saludable, el hecho por el cual al encarar la reforma a la justicia, según se la menciona en fuentes oficiales, no se haya utilizado aquella palabreja, por más que en alguna ocasión se pudo hablar de la necesidad de declarar no a toda la justicia, sino a alguno de sus sectores, precisamente en estado de emergencia.

Mejor sería en realidad que en referencia a nuestras instituciones, apenas exagerando, las declaráramos en estado de desastre. Aunque cabría considerar que calificáramos la situación del Poder Judicial no de esta manera, sino en situación de emergencia, si al mismo tiempo lo hiciéramos con los otros poderes del Estado, e inclusive refiriéndonos a la sociedad toda. Es que para merecer ese tratamiento (queda librado al criterio de cada uno el verla como una emergencia o un desastre) basta con prestar atención al hecho que en la actualidad más de siete millones de nuestros niños pasan hambre.

Todo ello con la advertencia que de optar por considerar que vivimos una emergencia generalizada, tengamos presente que aquella por la cual atravesaríamos, no se trata de una situación súbita y por ende imprevisible e imprevista.

Ya que de considerarlo así, estaríamos ante una demostración de ceguera, que haría disculpable no admitir públicamente que el estado de cosas a que hemos llegado, es el resultado de la acumulación de décadas en las que nos hemos comportado de una manera cada vez más peligrosamente irresponsable.

Como forma de atenuar el énfasis y la tensión de lo hasta aquí puesto de manifiesto, no está demás intercalar una anécdota. Ya que un amigo mío, dijo saber por dichos que su padre había escuchado de su abuelo –no el suyo sino del de su padre- que en ocasión de la crisis del año30 del siglo pasado, las cosas entre nosotros no fueron las peores, porque por lo menos la comida tenía precios accesibles para todos, y no se pasaba hambre, incluyéndose en ese todos, a quienes entonces en forma que no sonaba peyorativa, se mencionaba como “el pobrerío”.

Y la verdad sea dicha, sería saludable que todos consideráramos que la situación de crisis colectiva dentro de la cual estamos viviendo, nos sigue llevando barranca abajo, aunque le demos el nombre de emergencia.

Pero a la vez considero inmerecidamente miope, que si nos ocupamos de la emergencia de la justicia, no se haga a la vez presente la del Poder Ejecutivo y del Congreso de la Nación, por más que considero que, en la ocasión, lo sensato es callar y no entrar en detalles.
Una reforma judicial deslegitimada aun desde antes de ser formalmente anunciada
Debo reconocer, faltando a mi condición de columnista que intenta comportarse en forma responsable, que me he resistido al análisis atento del proyecto acerca del tema. Dado lo cual mi conocimiento del mismo no es mayor al de cualquier empacado como es mi caso, o de desganados como es el de otros. O sea que lo que paso a decir es el resultado de lo que pude escuchar, en ocasiones a favor y en otras en contra.

La composición de lugar a la cual he llegado de esa manera tan poco académica, es (como no podía ser de otra manera) que la justicia no funciona como debiera. Algo que no es ningún descubrimiento, ya que es algo archisabido.

Dado que pertenece a la opinión común, el saber que hay expedientes judiciales en los cuales su trámite se eterniza, y otros en los que también sospechosamente son resueltos en lo que ahora se conoce cómo en forma express.

Como también se sabe de la existencia de jueces timoratos frente al poder de turno, de otros complacientes por naturaleza (una condición que los lleva a mostrarse así frente al poder) y de esos otros (que se supone mal, cuando se afirma que son la mayoría) que practican aquello de las treinta monedas de Judas.

Tampoco provoca ahora sorpresa el conocimiento público de que en lo que en una época pretérita se conocían como procuradores, un espécimen constituido por personas la mayoría de ellas honorables, han dado paso a los operadores, de los cuales no se puede decir lo mismo, ya que su ausencia de probidad resulta consubstancial con su razón de ser y de proceder.

En tanto, la novedad que se hace presente, es que existen diversas señales que nos encontramos ante un intento de reforma judicial, cuyo objetivo parte de intenciones y termina por tratar de alcanzar resultados objetivos que nada tienen que ver con una mejor administración de la justicia. Ello así en cuanto existe una generaliza sensación que ella está enderezada a la solución de problemas judiciales que explicablemente preocupan a la jefatura del oficialismo gobernante.

Inclusive, al respecto, se ha llegado a afirmar que según una encuesta de opinión de origen ignoto, ha quedado establecido que entre los que apoyan la reforma judicial, una gran mayoría de los que así lo hacen, están en conocimiento de cuál es su propósito. Aunque a la vez consideran (y eso es de interés remarcarlo) que lograr el objetivo, es más importante que la manera en que el mismo se alcance, ya que se trate de verdaderas las acciones imputados es algo que poco les interesa.

Las señales que apuntan en esa dirección no faltan. En primer lugar, la ausencia de la indispensable presencia de una cuestión de oportunidad. La misma que por motivos de prudencia debería llevar a posponer cualquier tratamiento legislativo de esta naturaleza, independientemente del hecho que el hacerlo en la actual situación sanitaria y con el Congreso de la Nación funcionando de una manera anómala, es abrir un frente nuevo de conflictos, en circunstancias que los mismos ya están presentes en exceso.

A lo que cabría agregar que el intento reformista ha irrumpido de una manera manifiestamente inconsulta, ya que no ha sido precedido ni por una previa e indispensable ronda previa de consultas, ni menos aún por nada parecido a un debate generalizado y encomiablemente participativo, como se dio en el caso de la sanción del ahora vigente Código Civil y Comercial, o en el análisis que giró en torno a la despenalización del aborto.

De donde, mientras no se buscaba conocer la postura de los especialistas en cuestiones vinculadas con la mejor estructura y funcionalidad de nuestro sistema judicial, ni se consultaba a los jueces y sus asociaciones, como así a los abogados a través de las suya, se ha pretendido suplir esa consciente y por ende intencionada harto sospechosa falencia, con la convocatoria a un una comisión de notables, conformada por juristas de reconocida sapiencia, pero que, a pesar de ello, resulta una comisión que exhibe la curiosa particularidad, por otra parte nada sorprendente, cual es que en abrumadora mayoría están sus integrantes políticamente identificados con la coalición gobernante y, dos de ellos, además de ser socios, dan cuenta de la particularidad de que uno de ellos actúa como abogado defensor de la actual vicepresidenta, en las numerosas causas penales abiertas en su contra, y que el otro es quien cumple el rol similar respecto a Cristóbal López y su socio. Que no son otros que, entre otras habilidades, han exhibido la de haber encontrado una curiosa manera de capitalizarse, tanto ellos en forma personal como a sus empresas.

Cual fuera la de retener y disponer como si se tratara de dinero propio, de la parte del precio de los combustibles que vendían, y que correspondía un impuesto que ellos percibían como agentes de retención y que por años fue por ellos distraído en su propio beneficio.

Ahora, ellos serán amnistiados, al menos fiscalmente, a pesar de estar quebrados y desapoderados de sus bienes, por una ley de moratoria, la que contiene un artículo conteniendo un enunciado concebido a su medida, con el objetivo antedicho.

Pero eso es harina de otro costal, que merece un tratamiento especial, como también es el caso del Consejo de la Magistratura, al cual la imprevisión de los constituyentes, quienes en la oportunidad de su creación, a través de la incorporación del instituto a la Constitución Nacional en ocasión de su reforma en 1994, al ocuparse de la forma en que debía quedar constituido ese cuerpo, dieron muestras de una buena fe rayana en la ingenuidad. Consecuencia de lo cual existe en la actualidad un organismo al que se lo ha desnaturalizado de una manera lastimosa. En una muestra más de nuestra habilidad para reconvertir para mal, hasta las mejores de las de las iniciativas.
Fuente: El Entre Ríos

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