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No es que me entretenga visitando baños públicos. A los que incluso siempre trato de evitar. Porque son uno de los lugares en que dejamos huellas con las que, hay quienes dicen, nos ponemos de manifiesto tal cual somos. Obviamente me estoy refiriendo a las cosas que de una manera repetida podemos en ellos observar, y no me estoy refiriendo precisamente a las que se van o tendrían que irse por las cañerías, sino a las que hacen al escenario y al clima del lugar.

Se me ocurre, aunque no soy ningún bañólogo, que salvo esos que están cerrados con llave, la que hay que pedir a un empleado del lugar o esos sitios en que se ve a una especie de voluntario esperando una mísera propina que los usuarios tratan de ignorar, la mayoría de los baños públicos son una verdadera porquería, que tanto varones como mujeres conocen, amén de personas de distinta orientación sexual, dado lo cual no hace falta describir. Aunque me dicen que inclusive son peores los baños de mujeres que los otros, por más que sea cosa de no creer, a los que, por supuesto, nunca se me ocurrió visitar.

Pero lo que siempre me llama la atención es que mirando las paredes azulejadas, todas entre inmundicias que quedan pegadas, teléfono a los que se puede llamar para prácticas no santas, malas palabras de todo tipo y célebres, versos que por lo gastados han dejado de tener gracia, como aquellos que hacen referencia a “este lugar sagrado”, a veces se puede encontrar con verdaderas sorpresas.

Como cuando me encontré mirando una pequeña y reluciente por lo limpia oblea de fondo blanco y con cuidadas letras negras impresas, una leyenda que señalaba: “A mí gusta decir cosas incómodas”.

Y fue ese el momento en que dejé de pensar de las necesidades que me habían llevado a visitar ese lugar, y me quedé casi como un zombi, porque soy como alérgico a todo lo que me saca de lo que ahora llaman “zona de confort” y amigo de la comodidad.

En seguida, porque soy prolijo hasta cuando pienso, con esa manía de ubicar todo lo que se me aparece en la cabeza en un casillero mental, lleno de cajoncitos con referencias y distinciones que se me ocurren al azar, que ese decir cosas incómodas se puede referir a varios tipos de diferentes incomodidades.

Están aquéllas que vienen a preguntar acerca de cosas sabidas pero molestísimas y que de esa manera se dicen con el único propósito de poner nervioso y casi ofensivo o lisa y llanamente ofender al que las escucha.

Pero otras veces, el incomodar es una forma de sacudirnos, para que bajemos a la realidad y nos pongamos en marcha para hacer lo que no nos queda más remedio que hacer, y que incluso como yapa, hasta nos alegrarán la vida, cuando las hagamos.

Es que el vivir, según me han informado que ha dicho un humilde filósofo de mi barrio, ya en el cielo, no es un oficio de los que precisamente hacen sentirse cómodo, y en el que los que pretenden serlo terminan por lo general siendo grandes aburridos. Y también “pesados”, como se les dice.
Fuente: El Entre Ríos (edición impresa)

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