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Para ocuparnos de Putin, consideramos adecuado comenzar con una referencia a la persona Illich Brézchnev, quien fuera el secretario general del Comité Central (CC) del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS), que presidió el país desde 1964 hasta su muerte en 1982.

Durante el Gobierno de Brézhnev, la influencia global de la Unión Soviética creció considerablemente, en parte debido a la expansión militar que tuvo el país durante este período, pero su desempeño como líder a menudo ha sido criticado por marcar el comienzo de un período de estancamiento financiero y cambiario, conocido como “estancamiento brezhneviano”, que condujo a graves problemas que finalmente llevaron a la disolución de la Unión Soviética en 1991.

Ignoramos cuan rico fue el Secretario General, pero vale hacer referencia a una anécdota que lo tiene por protagonista. De la que se desprende que el mismo era al menos propietario de una “dacha” no precisamente modesta, la que en realidad estaba acorde con el lugar que ocupaba Brézhnev en la “nomenclatura” del régimen –de ese modo se conocía a los Estados de múltiples naciones, algo así como una confederación de “repúblicas de iguales”, en cuanto el marxismo leninismo era su doctrina ortodoxa, y ellos eran sus “jerarcas”, todo lo que constituía en realidad, una organización verdaderamente palaciega.

Resulta, entretanto, adecuado que hagamos un paréntesis para señalar que una “dacha” es una casa de campo, habitualmente de una familia urbana, que se usa estacionalmente. Quienes se ocupan de ella como historiadores de la arquitectura rusa señalan que su construcción y uso se puso de moda entre la clase media rusa desde finales del siglo XIX. Confirmando lo indicado, las mismas fuentes señalaban que en la a antigua Unión Soviética, la dacha se asociaba a las casas que usaban los altos dirigentes del Partido Comunista. Y que de hecho, la residencia oficial de Stalin entre 1934 y 1953 fue la Dacha de Kúntsevo en las afueras de Moscú donde el político falleció el 5 de marzo de 1953.

Pero nuestro interés reside no en esa dacha de Stalin sino en la de Brézchnev, a la que, según se cuenta, llevó a su madre para mostrársela. Se trataba de la que, precisamente, estrenaba cuando había llegado a la cúspide del poder. Se añade que terminada la recorrida, la madre del jerarca, maravillada, miró a su hijo, y no pudo dejar de preguntarle, con ese temor que alguna vez exhiben las madres: “decime una cosa, ¿cómo te la vas a arreglar si alguna vez los comunistas vuelven al poder”?

Un temor que seguramente no ha de tener, hoy ya implosionada la Unión Soviética, y siendo en la actualidad presidente de la república rusa, Vladimir Putin. Una forma muy similar de manejarse en el poder a un antiguo “zar de todas las Rusias”, ya que si las cosas no cambian terminará incorporado a la categoría tan criticada y a la vez tan ansiada de los “presidentes vitalicios”.

Se dice de él, de acuerdo a lo manifestado por un agente de la policía política en tiempos del comunismo, que no solo es un personaje enigmático e intimidante, sino que existen sobrados motivos para que así sea calificado. No solo por su ambición de volver a hacer de la actual Rusia una de los estados dominantes del mundo, sino porque se lo considera como el hombre del planeta en el que convergen las condiciones de ser, a la vez, el más poderoso y más rico.

Una condición, la primera, sobre la que nadie con seguridad se ha atrevido a interrogarlo, mientras que con respecto a la segunda se lo ha escuchado admitir que su patrimonio es menor a los cien mil euros.

Algo que es cuestionado por Frederic Legrand, quien fuera administrador de fondos en Rusia y que ahora es uno de los principales críticos del presidente, quien estima que la fortuna de Putin es de €171 mil millones, patrimonio que lo ubicaría como el hombre más rico del mundo, por mucho.

A la vez para tener una idea de la dimensión de ese monto cabría comenzar por señalarse que existen más de cien países en el mundo cuyo producto interno bruto (PIB) no alcanza esa escandalosa cantidad de dinero, incluyendo a la República Checa, Luxemburgo y Kuwait.

Es por ese que de confirmarse, algo que por otra parte es probable, la verdad de ese aserto, se señala que nuestro personaje estaría subido en el grupo de los hombres más ricos de todos los tiempos.

Es así como se enseña que su fortuna igualaría a Muammar Gaddafi, el ex dictador de Libia, al que se le calculó un patrimonio de 200.000 millones de euros, antes de ser derrocado y asesinado. Y que superaría a otros multimillonarios como es el caso en su momento de Henry Ford (170,5 MM), Cornelius Vanderbilt (€159 MM) y el empresario, constructor de bienes raíces e inventor estadounidense John Jacob Astor (€105 MM).

Aunque no es cuestión de asustarse ya que las mismas fuentes señalan que la persona que más riqueza ha poseído es Mansa Musa I, si se ajusta su patrimonio a la inflación. Musa vivió entre los años 1280 y 1337, y como emperador del Imperio de Malí logró a amasar una absurda fortuna de €342 mil millones.

De cualquier manera, más allá del interés que pueda existir en este repaso y las consiguientes comparaciones, la verdadera pregunta no es en realidad -tal cual es de imaginar que un gran número de lectores puede llegar a formularse- para qué se necesitar contar con tanto dinero, o sobre la manera de gastarlo, sino otra que viene a quedar en la profundidad de todo este relato.

La misma pregunta que son muchos quienes se la hacen – por más que se haga presente una cuestión de dimensión- como puede, una persona “salida prácticamente de la nada”, y que toda su vida no ha hecho otra cosa que trabajar para el gobierno, llegar a lograr “amarrocar” - la situación justifica que por su obscenidad hasta se utilice un lenguaje incorrecto- una fortuna semejante.

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