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Son muchos a los que se les cae la baba cuando hablan de sus hijos todavía bebes y niños muy pequeños. No faltan tampoco a los que se escucha aludir a un “abuelo” cuando hacen referencia a una persona anciana o se dirigen a ella, echando mano a un calificativo que no es solo amigable, sino que suena cariñoso; como es también el caso de aquéllos que hablan de “jefe” o de “maestro” para interpelar a cualquier desconocido con quien tienen un encuentro casual.

Palabras que se suponen amigables como acabo de decir, pero que en realidad son de un sentido ambiguo, ya que significan distintas cosas según la entonación y el contexto en el cual se las dice y se las escucha.

Algo parecido a lo que acontece con los chicos muy chiquitos, que por esas contradicciones en que tantas veces caemos, un día, como digo, se les cae la baba cuando lo miran o lo exhiben orgullosos a un vecino, o escuchan el tierno comentario que de él hace un paseante. Y que después lo dejan encerrado durmiendo en un auto con las puertas bloqueadas y sus cristales al tope, ya que no dejan entrar la menor pizca de aire y el sol veraniego picando y picando, mientras la madre parlotea con una amiga con la que se encontró al salir del negocio donde había ido para salir en seguida, sin hacerlo, ya que al entretenerse pareció olvidarse de su criatura y de su encierro.

Algo que también es lo menos malo que le puede ocurrir a algún viejo, aunque soy consciente del hecho al usar ese apelativo es casi seguro que si hay alguien que me escuche invariablemente acotaría “viejos son los trapos”, aunque también de la misma manera invariable se lo escuchará referirse a su madre, como la “vieja” querida, aunque en realidad si uno se pone a ver habría que hablar de la “viejita mía, tan malquerida”.

Pero no voy a llevar las cosas al extremo y cuidarme de acordarme de casos de este tipo, todos con final feliz, a pesar de la sensación inicial de pánico. Que vuelve al alivio que sigue cargado de un regusto especial.

Esa por ese que bajo la cortina contándoles, y no se trata de un cuento, de un hombre que al proponerse viajar en un tren de esos de recorrido interurbano corto, subió a uno de ellos en la estación de una ciudad de la tierra de Trump. Lo hacía llevando un pequeñuelo al que depositó en un asiento, mientras volvió a salir del vagón por un instante para fumar un cigarrillo. Delicado el hombre, aunque no tan cuidadoso por lo que pasó. Ya que casi en seguida de bajarse las puertas del vagón se cerraron y el tren comenzó a andar, a todo esto el padre en el andén. La cosa es que no me quedó claro de qué manera el tren, a poco andar, se detuvo y el padre asistió a un asustado reencuentro feliz.
Fuente: El Entre Ríos (edición impresa)

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