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Ni siquiera la muerte ha resultado compasiva con este ex presidente fallecido. Algo extraño y peculiar en una sociedad como la nuestra, tan propensa a olvidar, y que con esa manía casi obsesiva de olvidar, hace que no podamos menos que seguir tropezando siempre con la misma piedra.

Su vida pública tuvo la desgracia de terminar de una manera irreversible con su renuncia a la presidencia, cargo que ostentaba en ese momento. Luego de lo cual debe reconocérsele el valor moral que exhibiera, al arrostrar con dignidad, la condición de apenas disimulado “paria político” en que había caído, y de la que no pudo salir. A diferencia de tantos otros que con esa dignidad hecha pedazos siguen su tránsito en la vida pública, o que luego de caer en lo que parecía el fondo del abismo se los ve emerger resucitados.

La opinión pública fue con él implacablemente inclemente en grado sumo, si se tiene en cuenta que se lo asoció con la imagen y la mención verbal de un helicóptero, utilizado en ambos casos de una manera simbólica que resultaba humillante y hasta vejatoria.

Tratamiento con el que se da muestras del deterioro harto preocupante de una cultura cívica virtualmente en peligro de desaparición, a la vez que nos dice hasta qué punto no se recuerda que a lo largo de nuestra historia se ha vivido muchas veces situaciones similares. Nos encontramos así con otro ejemplo de esa inclinación muy nuestra al olvido. El que es de lamentar que a veces no sea mero olvido, sino olvido discriminatorio.

No recordamos a quien escuchamos decir que lo que se conoce como “la buena estrella” es una condición que coincide por lo general con un solo tramo de la vida humana, en el que alguien tiene la fortuna de ser iluminada por ella –porque también los hay quienes tienen la desgracia de nacer y vivir hasta el final como “estrellados”-, pero la vida siempre encuentra un momento para “cobrarse” por los dones dispensados con tanta abundancia generosa, mostrando de esa manera la pequeñez de todo lo humano, sobre todo cuando se muestra desnudo o despojado de la comprensión de toda trascendencia.

Y entre los afortunados por ese “toque”, uno de ellos fue De la Rúa. A quién le tocó contar con la buena estrella en las primeras etapas de su vida, con el beneficio extra que el mismo se apagó con su elección presidencial.

Senador nacional, de los más jóvenes en ese historial, sino el más joven de quienes llegaron por primera vez a ocupar una banca en ese cuerpo; jefe de gobierno de la ciudad de Buenos Aires; profesor universitario de reconocida solvencia, abogado exitoso de verdad; de esa manera puede reseñarse su “curso de honores” hasta el momento de llegar a ocupar la presidencia.

Ya en ese cargo, se lo describe como un presidente
“débil” en función de las vacilaciones que muchas veces mostró en su corta gestión inconclusa. Lo cual es cierto, como lo es que recibió poca ayuda para blindar esa falencia. A lo que se debe agregar que no les ha ido mejor en esas funciones a tantos hombres públicos de los que se alaba su fuerza.

Frente a lo cual, y frente a esa búsqueda permanente de nuestra sociedad obsesionada por encontrar por fin al “hombre” – algo que hace del nuestro un caso similar a un psicoanálisis- pasamos por alto la circunstancia de que la verdadera fortaleza de una sociedad no pasa por contar con hombres fuertes, sino por generar instituciones que funcionen como tales, las que no se transformen en verdaderos campos de batallas librados sin siquiera respetar las leyes de la guerra.

Como la historia se escribe siempre en borrador, tal como acontece con nuestras vidas, es tan solo conjetural y hasta fútil preguntarse adonde estaríamos ahora como sociedad si su gobierno no hubiera tenido que enfrentar una oposición en la cual el respeto a las reglas no era precisamente la mayor de sus virtudes, y haber estado ausente esa impaciencia prejuiciosa y que por lo mismo no sabe de razones que nos caracteriza.

Y siguiendo en esa línea de haberse podido aplicar y haber tenido éxito el programa de Ricardo López Murphy, entonces su ministro de Economía, cuando mostró como uno de los ejes del mismo una rebaja modesta en el nivel de todas las remuneraciones, postura que levantó las airadas protestas que llevaron al alejamiento de su cargo. Rebajas salariales que eran infinitamente menores a la erosión de los salarios que produjo la debacle en la que terminó después el gobierno De la Rúa.

Pero en cambio no se trata de especulaciones conjeturales sino de acontecimientos verificables, dos de los cruciales en la conclusión de su presidencia. El primero que era –y no lo es en la actualidad- capaz de ser esclarecido es el que tiene que ver con la previa renuncia a su cargo de su vicepresidente “Chacho” Álvarez. Y decimos que lo era por cuanto todo lo que diga al respecto éste, no podrá ya ser nunca confrontado con los dichos de su compañero de fórmula.

El otro acontecimiento al que nos referíamos es si, por las especiales características que llevaron a esa renuncia, se puede descartar la maquinación exitosa de un “golpe de estado” blando, más allá de la sangre derramada. Se trata de una cuestión de la que mucho se habla y que pueden existir los que callen, dado lo cual es no solo de interés sino hasta de necesidad para la salud de la República buscar la manera de que resulte esclarecido.

El descanso en paz que es de esperar sea el del hombre público fallecido; no es obviamente el nuestro para quienes “la función continúa”. Y es de desear que su trayectoria vital ya concluida la podamos utilizar como una experiencia provechosa.

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