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Venezuela sigue hambreada, con sus habitantes votando con los pies, y con los opositores viviendo en vilo y por ende jugando a las escondidas, mientras no los atrapen, y tengan que enfrentarse a la cárcel y las torturas.

Pero la dictadura de Maduro está tratando de modificar ese relato de realismo mágico con el que intenta, sin lograrlo, mostrar su lado bueno de una personalidad fríamente cruel y sádica, de una manera silenciosa.

Asi a su consigna escondida de “si estamos mal, de lo que se trata es empezar por auto-convencernos de lo contrario, como primer paso para que lo demás también se convenzan de lo mismo”, la ha cambiado por otra todavía más subrepticia de que “si estamos mal y cada vez peor, como es así, de lo que se trata es de buscar la forma no de que no se note porque ello es insostenible, paro al menos que se note lo menos posible”.

Es por eso que en el marco de una actividad económica –por llamar de una manera a la de una sociedad en la que la mayor parte de su población menguante, “hace como que trabaja”- devastada por una inflación galopante, que se la tiene por una cifra porcentual anual con una cantidad inimaginable de ceros, el país se ha quedo prácticamente sin moneda.

Viene al caso para confirmar lo dicho señalar que 680.000 bolívares al mes, que equivalen a un salario mínimo y medio o, lo que es lo mismo, a una suma que oscila alrededor de los 10 dólares. Y señalar, que según se dice, los trabajadores de las estaciones de servicio, por ejemplo, prefieren, a veces, recibir mandarinas y galletas en lugar de papel moneda inservible.

En tanto una sensación que existen atisbos de un falso retorno a una añorada normalidad perdida es consecuencia de dos situaciones que se han dado últimamente.

La primera que a la migración multitudinaria hacia el exterior –ese votar con los pies, al que nos referíamos- se suma ahora el de la migración desde el interior del país hacia su capital, Caracas, donde las condiciones de vida son – se trata de cualquier manera de una calificación muy relativa- mejor que en interior del país.

Mientras se da esa circunstancia, junto al estado de hambruna –y de sed- de tantos, se produce una situación curiosa que muestra el grado extremo de la pauperización de las clases medias.

Así es como un cronista hace referencia en una de sus notas al hecho “se han multiplicado en Caracas los mercados comunitarios de ropa y objetos usados, en los que una clase media empobrecida, un poco más arriba en la cadena trófica de la crisis, vende sus cosas; lo que alguna vez fueron lujos, proyectos que naufragaron, antojos, herencias de los que ya se fueron para ayudar en la supervivencia familiar”.

Por otra parte en una actividad económica, que ante la virtual desaparición del bolívar se ha dolarizado- observadores estiman que un sesenta por ciento de las transacciones se efectúan en esa moneda-; se asiste a una creciente desigualdad entre los sectores de la población que disponen de esa moneda extranjera y de quienes no cuentan con posibilidades de hacerse de ella.

Ello ha venido acompañado, según lo señala la misma fuente de “una economía de importaciones que ha hecho que proliferen los llamados bodegones, unas tiendas con mercancía abundante llegada de fuera (snacks, patatas, desodorante, pañales, champú, etc.) que se pusieron en marcha a finales del año pasado, en medio una flexibilización no anunciada de control en Caracas.

Algo que es visto con ojos críticos por un empleado de esos bodegones que se consideran como los del montón al que se lo escucha decir que “Lo que veo es el estancamiento de una mala situación. Vivo con la sensación de estar en la indigencia. Hay productos en los anaqueles, pero es imposible comprarlos para un trabajador de sueldo mínimo o de cuatro sueldos mínimos, que es lo que más paga la administración pública. Y el CLAP (las bolsas de comida subsidiada) no llega regularmente ni llega completo”.

Y mientras esa es la situación llena más de obscuros que de claros, Maduro acaba de inaugurar un hotel “7 estrellas” en la cumbre de un cerro imponente ubicado en la periferia caraqueña. Con casino incluido – a pesar de que en su momento Hugo Chávez los había prohibido, de donde da la impresión que por lo menos en esta ocasión Nicolás ha dejado de escuchar al “pajarito”-, lo que ha provocado un natural escozor entre miembros del régimen que manejaban con inexplicable éxito casinos clandestinos.

Concluimos haciendo mención a una anécdota que en su momento hizo mucha gracia y que tenía como protagonista a Brezhnev y su madre y que giraba en torno a una “dacha” que aquél había adquirido.

Para que se la entienda cabalmente no está demás señalar que Leonid Ilich Brézhnev fue el secretario general del Comité Central (CC) del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS), que presidió el país desde 1964 hasta su muerte en 1982. Su mandato de dieciocho años como secretario general fue uno de los más largos, solo superado por el de Stalin.

Y que la madre de Brézhnev, efectivamente era su madre, ya que como se sabe, aun hasta las malas personas la tienen. Mientras que “dacha” es una casa de campo, habitualmente de una familia urbana, que se usa estacionalmente. Generalmente pequeñas, incluso en algunos casos se trata de simples cabañas de madera que sólo se pueden utilizar en el verano, cuando los intensos fríos del invierno ceden en la antigua Unión Soviética, la dacha se asociaba a las casas que usaban los altos dirigentes del Partido Comunista.

Lo que se cuenta es que en un momento dado el líder soviético la llevó a su madre a visitar su dacha recién estrenada. Ésta quedó pasmada por el “lujo asiático” –como lo diríamos nosotros. La madre cuando despertó de su conmoción, miró a su hijo y expresó: “mi querido, te has puesto a pensar en lo que pasaría si vuelven los comunistas”.

Pero Maduro no es Brézhnev, y el lugar de su madre lo ocupa Cilia, la “primera militante”….

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